Columna de Matías Rivas: Anatomía del fanático
La banalización de los problemas reales es lo que transforma a los fanáticos en peligrosos. Sus respuestas son tajantes, definitivas, fáciles. Detestan los matices. Están dispuestos a la acción. Son especialmente funcionales a esta época de prisas, donde la astucia se confunde con la inteligencia. Es un misterio que no sean considerados peligrosos.
La ansiedad se percibe en el aire como un viento que no se sabe hacia dónde sopla. La paciencia está en extinción. Ir al grano, al hueso, parece ser una necesidad que constatamos en las redes sociales. El nuevo deseo es veloz, liviano y sin trámites. Twitter y Tinder son ejemplares al respecto. Parte de la cultura se ha vuelto adicta a la brevedad, a la escritura taquigráfica y a los videos que en pocos minutos todo revelan. El desarrollo, el espesor y la descripción son insoportables en momentos de inquietud.
Sé que no digo nada nuevo ni lo pretendo. Me conformo con señalar que la ansiedad se agudiza con una fuerza inusitada. Arrastra las palabras y los gestos hacia la intolerancia. La dificultad para soportarse es cada vez mayor. La agresividad se oye a toda hora: bocinazos, conversaciones a gritos, programas de televisión plagados de alegatos y discusiones. La tensión es evidente. El tenor de las noticias está lejos de calmar. Al contrario, incitan al miedo, lo capitalizan, pues es adictivo. Sospecha, recelo y temor entraron firme al imaginario colectivo. Son sensaciones que generan distorsiones paranoicas.
¿A dónde lleva esto? Creo que al fanatismo. Lo vemos desembozado. Es un refugio al que se acogen cada vez más personas. Ofrece respuestas fáciles e instantáneas ante la perplejidad. Emil Cioran previene respecto de estos sujetos: “En un espíritu ardiente uno vuelve a encontrarse con el animal de presa disfrazado; toda defensa es poca ante las garras de un profeta. En cuanto levante la voz, aunque fuere en nombre del cielo, de la ciudad o de semejantes pretextos, aléjense de él: como el sátiro de su soledad, no les perdona a ustedes que vivan de este lado de sus verdades y de sus arrebatos; quiere que ustedes compartan su histeria, su bien, quiere imponérselos y desfigurarlos”. A lo que añade: “Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más aterradora en sus agentes puros”.
A veces tengo la impresión de estar rodeado de cofradías. Antes eran opciones, hoy son asuntos públicos. Las veo organizadas en base a cuestiones tan diversas como la dieta estricta, el deporte, los animales en calidad de dioses, las bicicletas frenéticas, el cuerpo como un ente sagrado, la juventud iluminada, el imperio del orden y, por cierto, las religiones y la política. Orgullosos de sus preceptos y gurúes, los fanáticos no están conformes con llevar sus vidas tal como les place. Quieren subrayar sus ideales y confrontarlos con los que están –según ellos– equivocados. Manipulan a las víctimas convirtiéndolas en mártires. Buscan chivos expiatorios si es necesario. Entre sus misiones está la de reclutar adherentes. El entusiasmo al hablar es proporcional a la rabia que los embarga cuando son escuchados con escepticismo. Dueños de la moral, ven una afrenta en el sigilo ante sus preferencias.
La banalización de los problemas reales es lo que transforma a los fanáticos en peligrosos. Sus respuestas son tajantes, definitivas, fáciles. Detestan los matices. Están dispuestos a la acción. Son especialmente funcionales a esta época de prisas, donde la astucia se confunde con la inteligencia. Se distinguen por sus gestos teñidos de narcisismo, con una disposición a traspasar límites para transformarse en íconos. Descritos por la psiquiatría, no son catalogados de enfermos, pese a la cantidad de problemas que sufren y provocan. Es un misterio que no sean considerados peligrosos.
El poder se mueve hacia el lado de los exaltados, los que se apuran en agitar sus consignas. No pocos se pliegan, ya que no quieren estar solos, anhelan pertenecer. El costo de la exclusión de estas congregaciones es alto, se paga en la vida social, en el trabajo. Los incrédulos no son confiables.
El aburrimiento que me producen los sectarios es intenso. Me causa desasosiego ver cómo proliferan. Salen a la luz, no obstante, llevan décadas soterrados urdiendo estrategias para captar partidarios. El fanático es un mistificador de su ego. Goza con su verdad sin detenerse en los otros. Tiene una estructura de carácter temeraria. Creer en ellos es un signo de inocencia o desesperación. Denunciar el fascismo que enarbolan y recordar sus fechorías, su estrecho vínculo con la violencia, son una responsabilidad intelectual. Susan Sontag en su ensayo sobre la cineasta nazi Leni Riefenstahl, advierte: “Los ritos de dominación y esclavización que se practican más y más, el arte que se dedica más y más a repetir sus temas, acaso sean tan solo una extensión lógica de la tendencia de una sociedad rica a convertir cada parte de las vidas de la gente en un gusto, una elección; invitar a todos a contemplar sus propias vidas como un estilo de vida”.
Cuidarse de los fanáticos es apremiante. Han intoxicado el ambiente. Quizá lo más significativo es recordar que para ellos la vida humana vale menos que sus principios.
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