Luis Miguel luce como Jake LaMotta fuera del ring en Toro Salvaje (1980). Panzón, abotagado, un puro humeante en los labios y vaso whiskero a medio servir, como una extensión de un cuerpo mofletudo. La mirada es una hendidura entre hastío y confusión, que intenta disfrazar con forzada sonrisa.
“En qué momento me convertí en esto”, se pregunta en este ciclo final de la serie biográfica que armó el rompecabezas de su vida, después de 40 años sin saber muy bien quién era a pesar de su omnipresencia en el cancionero latino. Una estrella sin competencia, un tipo asombrosamente talentoso, singular e insoportable, en partes iguales.
Después del impacto de la primera temporada que nos hizo sentir lástima por su desgraciada infancia bajo la explotación de su padre, seguida de un segundo ciclo menos afortunado ante la ausencia del villano progenitor, esta última parte nos introduce al abismo de su soledad y decadencia surgiendo un metarrelato, convertido en algo parecido a una clave de salvación: a Luis Miguel le proponen la serie de Luis Miguel, y conoce al actor Diego Boneta.
Ante la oferta, la inquebrantable política de mantener su vida privada fuera del alcance mediático, se derrumba como el muro que separaba a Berlín. Si quiere sanitizar sus cuentas y resolver líos judiciales, debe vender su biografía para ser dramatizada en la pantalla. El retrato, bien lo sabe, contiene demasiados grises en una figura como la suya, identificada con el sol por la cultura pop latina.
Así, Luis Miguel debe exponer su existencia para mantener las prerrogativas de su vida acaudalada, amenazada por malos manejos financieros. Debe revelar quién es para seguir siendo el rey.
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Luis Miguel se mimetiza con Elvis, su máximo referente, a medida que se acerca a la cincuentena. Los trajes entran apenas, gruesas patillas rematan un peinado semejante a un casco de opacas terminaciones. Aún canta como los dioses cuando quiere, pero también se exhibe errático en el escenario, tal como sucedió en los últimos años del rey del rock en circuitos de segunda categoría, con un público perplejo ante su decadencia. En un triste paralelo, la serie retrata que hasta hace poco el mexicano se batía en reductos parecidos con camerinos de mala muerte, y la audiencia abucheando su evidente estado de ebriedad en el escenario.
La serie nunca lo verbaliza, sería redundante, pero este ciclo subraya el alcoholismo de Luis Miguel.
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“Cantas siempre las mismas canciones en los mismos lugares, te quedarás estancado si no te arriesgas”, profetiza Mariah Carey.
La estrella pop no solo representa al gran amor de esta temporada que, tal como las anteriores, baraja dos épocas donde Luis Miguel toma las mismas cartas y las mismas malas decisiones, sino que mediante su injerencia se explica por qué el mexicano nunca concretó el crossover hacia el mercado estadounidense.
La dramatización mueve piezas y toma licencias propias del género, fechando la relación de Luis Miguel con el reputado productor David Foster, la llave de ingreso al mercado anglo, a finales de los 90 cuando, en rigor, el trabajo conjunto data del álbum Aries (1993).
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El manager Patricio Robles, interpretado fenomenalmente por Pablo Cruz Guerrero -un villano mexicano clásico-, es un personaje ficticio que resume a distintos representantes que tuvo Luis Miguel. Patricio encarna una dura realidad del mundo de los espectáculos, que en el caso de la música ha prodigado una galería de personajes propios del hampa, buitres de traje y corbata dispuestos a trasquilar a sus clientes.
Pero la serie no deja escapar que la soledad permanente del astro no es endosable a terceros. Luis Miguel nunca encuentra el amor, como posee el dudoso talento de alejar a sus más cercanos.
El artista que ha hecho una trayectoria inigualable cantando al amor, no sabe amar.
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Diego Boneta ha interpretado de manera sobresaliente a una figura central de la cultura pop latina desde los 17 hasta los 50 años. El actor y cantante mexicano, que ya era reconocido y reputado, quedará marcado toda la vida por este rol. Se transfiguró en la estrella y cuesta disociar su figura del ídolo. Sus versiones de los clásicos del repertorio de Luis Miguel son inapelables, como su trabajo en esta última temporada compone exitosamente el retrato de un hombre que no aprende de su pasado, perdiendo inexorablemente la luz que irradiaba, sumido en el alcohol y la soledad.
No hay glamour en el Luis Miguel de la última década, apretujado en una casa de Beverly Hills de piscina estrecha y sucia, un auto de lujo demasiado grande en el garage, y muchos vasos vacíos como prueba de la necesidad de ahogarse en la bebida, la única compañía fiel del Sol de México en toda su existencia.