En paralelo a su consagración como un autor de envergadura capaz de despachar algunos de los versos más legendarios y conmovedores de la Nueva canción chilena, Patricio Manns le dio vida a otra clase de pluma. La de su faena como periodista.

Ese fue su trabajo más formal desde principios de los 60, cuando se empezó a desempeñar en el área de la crónica roja -para muchos, ahí estuvo el embrión desde donde cogió muchos personajes posteriores de sus composiciones-, para después pasar por la radio Simón Bolívar de Lota o el canal 9 de la Universidad de Chile en Santiago.

Pero su rol más estelar como periodista lo ejecutó en publicaciones consagradas a la música y los espectáculos, como las emblemáticas Ritmo y El Musiquero. Ahí escribió reseñas, editoriales y columnas de opinión donde no tenía escrúpulos en disparar sus opiniones mordaces acerca de la música nacional, como también de las estrellas que venían desde fuera.

El libro Historia Social de la Música Popular en Chile, 1950-1970 - de los autores Juan Pablo González, Oscar Ohlsen y Claudio Rolle- recopila algunos de esos escritos, donde se puede evidenciar la diversidad de temáticas retratadas por una mirada sin demasiadas contemplaciones.

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A principios de 1966, la progresiva irrupción de la Nueva canción chilena hace que el cantautor publique en la revista Ritmo una suerte de manifiesto donde invita a sus colegas a dotar de mayor espesor lírico e inventa creativa sus composiciones, tratando de conseguir una obra más maciza y menos ligera. En cierto sentido, estableció sus propios principios de cómo entendía la música: poética, narrativa, elaborada, profunda.

En agosto de 1966, afirma lo mismo en El Musiquero:

“Cuando la Poesía abandonó los lindes -bellos, pero estrechos al fin- del corazón humano y salió a bucear la vida en toda su dimensión; cuando metió sus dedos en el trabajo, en el garito, en la cárcel, en los hospitales, en los vicios, en los fusiles, en la guerra sin nombre y sin causa, para nadie fue un misetrio que la Poesía comenzaba a ensanchar cada vez más sus horizontes. Pero ocurre que cuando este mismo proceso alcanza a nuestra canción (y la canción también es poesía), un pequeño sector, frustrado y oscuro, aboga porque ella permanezca en el ciego metro de tierra que ocupaba, sin usar -a diferencia de los pájaros- las alas que su propia naturaleza le concede. (Y la canción también debe ser pájaro).”

Esa misma temporada en otra revista, Ritmo, fue aún más agudo: “Llamo a los músicos chilenos a salir de la larga lista de lugares comunes y de la ingenuidad y el mal gusto reflejado por los autores nacionales en el tratamiento de los textos”.

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Ese acento crítico y reflexivo lo fue profundizando en uno de los temas más recurrentes que abordaron sus editoriales y artículos de opinión: la falta de identidad de la música chilena ante el avance de sonidos extranjeros.

En 1968, en una columna publicada en El Musiquero bajo el nombre de “Guitarra, ¿dónde estás?”, habla de un escenario cultural a momentos “servil al imperio de la moda”, para después acotar: “Sólo quiero que me dejen preguntar: ¿el nuestro es un país que vendió la guitarra? ¿Un país dispuesto, conscientemente, a prostituir sus valores? ¿A aplastar todo el movimiento reivindicativo destinado a reorientar la parte de nuestra juventud que perdió el rastro aullando tras las chascas internacionales?”.

“Para quienes se preocupan de los problemas de orden cultural, no escapa el hecho de que no es posible permitir libremente, deshonestamente, la degeneración intelectual de un país entero”, remata directo y enfático sobre el cierre.

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En octubre de 1969 se dan a conocer las bases del Festival Nacional del Folklore de Río Claro, a realizarse en Talca. Al hacer el paralelo con el Festival de Viña, que ya acumulaba diez versiones y del que siempre se mostró crítico por la ausencia de figuras nacionales representantes de la música de raíz, Manns escribe en El Musiquero: “Mientras en Viña el folklore se mantiene sólo como una posibilidad de evasión de impuestos, en Talca será la única razón de ser de esos cuatro días en Chile”.

Ese mismo año 69, también en El Musiquero, elige desde su tribuna a un contemporáneo, Víctor Jara, como el artista del año: “1969 se ha constituido, sin duda, en el año de Víctor Jara”, resuelve.

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Sus críticas hacia el influjo foráneo siempre fueron lapidarias. Incluso con nombre y apellido. Ante el furor por Raphael en las radios chilenas hacia 1968, escribió en El Musiquero: “Es un producto híbrido, amanerado hasta acercarse peligrosamente a la feminidad, muy superficial y con temas de contenido anodino, escritos para no molestar a nadie, sino para cosechar dólares”.

En contraparte, no se ahorró elogios para el cantante francés Gilbert Bécaud, a quien calificó como “uno de los más grandes artistas y compositores populares de todos los tiempos”. Sin duda, estaba entre sus favoritos, sobre todo después de sus exitosas presentaciones en el Teatro Municipal de Santiago en septiembre de 1969.

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Las figuras que venían desde fuera de las fronteras no simbolizaron los únicos blancos del cantante y periodista. También tuvo palabras de distancia y crítica para nombres de corte más popular, vinculados a esa etiqueta “cebolla” que agrupaba a voces sufridas y románticas.

“La cebolla es un peligro público”, reseñó en El Musiquero de 1969, explicando que tal mote se asignaba a cantantes “demasiado populacheros”, que basaban su trabajo en recursos fáciles y efectistas, que sólo buscaban las lágrimas compungidas y dramáticas del oyente.

Eso sí, en esas misms líneas reivindica a exponentes como Lucho Barrios, Julio Jaramillo, Luis Alberto Martínez y Palmenia Pizarro.

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