Beth Hamishpath (‘Casa de la Justicia’). Estas palabras, que el ujier del tribunal gritó a todo pulmón para anunciar la llegada de los tres magistrados, hicieron que de un salto nos pusiéramos de pie en el mismo instante en que los jueces, con la cabeza descubierta y ataviados de togas negras, entraron por una puerta lateral de la sala y se sentaron tras la mesa de la plataforma elevada”.
Así arranca el reporte que Hannah Arendt, tomándose su tiempo, hizo del juicio a Adolf Eichmann, el teniente coronel de las SS secuestrado en 1960 en Buenos Aires por la inteligencia israelí, y conducido luego a Jerusalén.
Arendt (Hannover, 1906 - Nueva York, 1975) quiso como nada en el mundo estar ahí. Tenía 54 años, ya entonces era considerada una voz inesquivable del pensamiento filosófico y político, y como tal se ofreció de reportera a la revista The New Yorker: tenía clavada la espina de los juicios de Núremberg, a los que lamentaba no haber asistido, y quiso ir porque, como escribió en una carta a la Fundación Rockefeller, era probablemente su “única oportunidad de hacerlo”.
Judía ella misma –primero alemana, luego apátrida y después estadounidense-, asistió al proceso de quien se consideraba el funcionario encargado del exterminio judío. Viajó a Israel en dos períodos de 1961 -del 11 de abril al 5 de mayo y del 17 al 23 de junio-, y su informe apareció en cinco números de The New Yoker, entre febrero y marzo de 1963, tras lo cual fue publicado, con ligeras modificaciones, en formato libro: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (subtítulo este último que a veces figura en las ediciones de habla hispana y a veces no).
Tanto los artículos como el libro se despegaron de las urgencias periodísticas, pues a ningún profesional de la información le habría concedido un medio entregar su reporte más de un año después de terminado el juicio, en diciembre de 1961 (Eichmann sería ejecutado en mayo de 1962). Eso sí, su enfrentamiento a la historia “en carne y hueso”, así como su singular acercamiento a la naturaleza de los hechos juzgados, convirtieron su publicación en un hito epocal que derivó en “la discusión pública más amarga que se haya dado respecto del Holocausto”, al decir del historiador Anson Robinbach. Una polémica que se extendió por años, en la que Arendt fue calificada de “antisemita” por entidades judías y en la que ganó severos críticos, algunos de los cuales eran sus amigos y después del episodio no lo fueron más.
Lo que desató la obra, en palabras del periodista e historiador alemán Joachim Fest, fue “el mayor escándalo que libro alguno haya suscitado en décadas”. Ningún libro que se recuerde, anotó por su parte Amos Elon en el prólogo a una edición de Eichmann... de principios de este siglo, “había suscitado pasiones similares. Una especie de excomunión parecía haber sido impuesta a la autora por el establishment judío en EE.UU. La controversia nunca se ha resuelto realmente. Este tipo de controversias a menudo se apagan, se cocinan a fuego lento, y luego vuelven a estallar”.
Se diría que el caso Eichmann ha convivido con -y se ha visto opacado por- un “affaire Arendt” que nunca deja de revelar nuevas facetas, tal como la propia filósofa no deja de hacérsenos contemporánea en nuevas ediciones de su obra, en la desclasificación de sus archivos o en los libros y películas que sigue inspirando. Y el lanzamiento que la editorial francesa L’Herne hizo este año de À propos de l’affaire Eichmann marca un nuevo hito en esa dirección, entre otras razones por encaminar al lector a la trastienda del juicio, 60 años después.
Un burócrata aplicado
“Eichmann no vio mucho. Cierto es que visitó repetidas veces Auschwitz, el mayor y más famoso de todos los campos de exterminio, pero Auschwitz, que abarcaba una zona de 18 millas cuadradas, no era tan solo un campo de exterminio. Era una gran instalación con más de cien mil personas alojadas, entre las que se contaban prisioneros de todo género, incluso los que no eran judíos, así como trabajadores en régimen de esclavitud, no destinados a terminar en las cámaras de gas”.
El primer fruncimiento de ceños en muchos lectores del reporte de Arendt, más allá de lo familiarizados que estén con Eichmann y sus crímenes, vino aparejado a la descripción del personaje, tanto del perfil humano como de su quehacer:
“Eichmann jamás asistió a una ejecución masiva mediante armas de fuego, jamás presenció una matanza con gases, ni la selección de aquellos que aún podían trabajar -por término medio el 25 por ciento de cada expedición- que en Auschwitz precedía a aquella. Eichmann solo vio justamente lo necesario para estar perfectamente enterado del modo en que la máquina de destrucción funcionaba; para saber que había dos métodos para matar, el gaseamiento y el disparo de armas de fuego”.
Al juicio de la autora, no fue un jerarca del nivel ni de la autoridad que la parte acusadora quiso presentar, así como tampoco el “monstruo” ni el “genio del mal” que se pretendió retratar. Por el contrario, fue un burócrata “de una estupidez repugnante”, como le relataría a Fest. Un tipo “temiblemente normal” que hizo el trabajo que fue llamado a hacer, sin cuestionar ni cuestionarse. Por ahí empieza a aterrizar uno de los conceptos arendtianos más vilipendiados y reciclados desde entonces.
“Cuando hablo de la banalidad del mal”, escribe la autora, “lo hago a un nivel estrictamente objetivo, y me limito a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente: Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que ‘resultar un villano’, al decir de Ricardo III. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en cuanto a su progreso personal. En sí misma, tal diligencia no era criminal. Eichmann habría sido absolutamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Para decirlo en palabras llanas, Eichmann no supo jamás lo que se hacía”.
¿Estaba la filósofa bajándole el perfil a un genocida? ¿Subestimó a una mente criminal o banalizó al régimen al que esta sirvió? Arendt, que fue partidaria de la pena de muerte para Eichmann y estuvo de acuerdo con el juicio en Israel, no obstante cuestionó algunos de sus aspectos, no creyó haber hecho ninguna de ambas cosas.
Pero muchos no le creyeron, lectores y no lectores del texto. Menos aún si a esta línea argumental sumó una crítica a los líderes de algunas asociaciones y “Consejos” judíos en territorios ocupados por el nazismo. Según sus estimaciones, habrían muerto considerablemente menos judíos en la guerra de no ser por la pusilanimidad de personas que, para salvar el pellejo, entregaron a los nazis información útil para las deportaciones masivas.
Conforme a una concepción del antisemitismo que lo entiende como tal en el discurso contrario al sionismo y/o al Estado de Israel, no pocos ingresaron a Arendt a la categoría. En paralelo hubo llamados de organizaciones judías a boicotear el libro -convertido a la larga en longseller- así como sangre en el ojo de destacados intelectuales y personalidades judíos.
En su diario, el crítico literario Edmund Wilson anota que en diciembre de 1966 recibió en casa al liberal británico Isaiah Berlin, en quien vio desarrollarse “prejuicios violentos, a ratos irracionales” contra personas como Arendt, “aunque nunca ha leído su libro sobre Eichmann”. Y el Nobel de Literatura Saul Bellow afirmó que Arendt era “una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resulta limitadísima”. Abriendo un poco el espectro, y como lo frasea la escritora Monika Zgustova, Arendt generó “una guerra civil en la intelectualidad neoyorquina y europea”.
En el cine, en los libros
Vuelve Arendt a propósito de estos 60 años, aunque nunca ha dejado de volver. Y de varios modos, partiendo por el cine, que se ha acordado de ella, así como del proceso al que asistió: si en 2015 el inédito espectáculo televisivo que transmitió el juicio para el mundo se convirtió en el telefilme de la BBC The Eichmann Show, el mismo año el documental About Executing Eichmann se hizo cargo de una discusión que en su minuto tuvo lugar acerca de la validez de la condena a Eichmann y de la posibilidad de conmutarla.
Sin embargo, la producción que más huella ha dejado en años recientes es un largometraje ficcional de la realizadora alemana Margarethe von Trotta. Estrenada en Toronto 2012, Hannah Arendt tiene elementos característicos de una cinta biográfica -desde el propio título hasta los flashbacks que ilustran su relación con Martin Heidegger-, aunque en lo medular gira en torno al episodio Eichmann: desde que la protagonista se entera del secuestro hasta que termina publicando los artículos y el libro.
En distintas instancias vemos a la intelectual (encarnada por Barbara Sukowa) poniendo en palabras sus inquietudes y puntos de vista acerca del enjuiciado: “No es en absoluto como me lo imaginaba”, “es un don nadie”, “no es ningún Mefisto”. Y no falta un viejo amigo que admira su búsqueda de la verdad, pero considera que se ha pasado de rosca; tampoco, alguien en la redacción de The New Yorker acusándola de estar culpando a las víctimas de Hitler.
Tratándose de libros, en tanto, el más llamativo del último tiempo es el mencionado À propos de l’affaire Eichmann (“A propósito del caso Eichmann”), en el que Arendt figura compartiendo autoría con Karl Jaspers, director de su tesis doctoral en Heidelberg, nombre esencial de la filosofía y la siquiatría, y autor de un libro en el cual llama a los alemanes a un examen de conciencia (Die Schuldfrage, 1946).
La obra incluye la transcripción de una entrevista radial con Peter Wyss en 1965, ocasión en la que el primero reaccionó a las críticas que veían en el tono a veces irónico y frío de Arendt una ofensa a las víctimas: “Uno puede preguntarse a menudo, y en todos los sentidos, cómo en la propia vida incluso la risa y la ironía pueden basarse en una extraordinaria seriedad. Platón dice: sólo un gran escritor de comedia puede ser también un gran escritor de tragedia”.
Hay, también, un comentario de Eichmann en Jerusalén a cargo de Alexander Mitscherlich, pero ante todo despuntan la transcripción de unas páginas mecanografiadas que Arendt usó como preparación para dos discursos en los que abordó las cuestiones morales, políticas y jurídicas que le planteó esta controversia.
En el primero, donde destaca el preámbulo en el que Arendt establece el marco sin el cual, en su opinión, ninguna discusión académica es posible, tuvo lugar ante estudiantes judíos en la Universidad de Chicago, el 30 de octubre de 1963. El segundo, en tanto, fue pronunciado en Yale, el 11 de febrero de 1964, ante académicos del derecho.
En el discurso de Chicago, acaso el que hoy más resuena de los dos, planteó Arendt que su libro “es un informe sobre un juicio. No es teórico y no transmite ningún mensaje. En el centro del proceso, como en todos los tribunales penales, está el acusado, un individuo de carne y hueso, no un ‘sistema’ ni ‘la historia’”. La obra, en consecuencia, no trata del totalitarismo, ni de los judíos, ni de sus sufrimientos: “Sólo trata de los actos de un hombre”.