Si hubiera que pensar en un nombre obvio para hacer una película basada en hechos o personajes reales, Wes Anderson (Texas, 1969) no saldría ni en la primera ni segunda ni tercera ronda de ideas. Los preciosistas y enérgicos relatos que viene despachando desde los años 90 no parecen anclados a la vida diaria ni pasada. Es solo el mundo Wes Anderson.
Aunque en verdad hay pistas que también sugieren lo contrario. El germen de su filme de animación Isla de Perros (2018) se remonta a cuando –en medio de la realización de su adaptación de El superzorro, de Roald Dahl– se asombró con el letrero que anunciaba la península del este de Londres que lleva el mismo nombre (cuyo origen nunca se ha aclarado si es o no canino).
Una década atrás, la inasible figura de Jacques Cousteau, a quien admiraba desde niño, se le presentó como la mayor inspiración para La vida acuática de Steve Zissou (2004), su sentida película sobre un padre y un hijo envuelta en aventura por el océano.
La más galardonada de sus cintas, El Gran Hotel Budapest (2014), si bien se ambienta en la ficticia República de Zubrowka, se aproxima al espíritu del austriaco Stefan Zweig y su trabajo en Europa ante la catástrofe de la guerra.
En sus mejores momentos, La Crónica Francesa, su décimo largometraje –ya en salas nacionales–, luce como la cristalización definitiva de ese apetito por engullir personajes y lugares del mundo con el fin de dotarlos de sus atributos inconfundibles, el balance permanente entre lo bello, lo insólito y lo trágico, y el péndulo entre el fondo y la forma.
Contagiado por su amor a la revista The New Yorker, en su recién estrenado filme el autor de Los excéntricos Tenenbaums (2001) despliega una narración antológica en que se suceden las historias escritas por reporteros del The French Dispatch (of the Liberty, Kansas Evening Sun), un medio como los de antaño que en sus páginas cubre las tramas mayores y menores de la ficticia localidad francesa de Ennui-sur-Blasé.
Aunque la traducción del nombre de ese pueblo sería “aburrimiento en la apatía”, por esos artículos-cortometrajes circulan un asesino convicto con dotes de pintor vanguardista (Benicio del Toro), un joven al centro de una revolución a punto de estallar (Timothée Chalamet) y un policía cuyo hijo fue raptado (Mathieu Amalric).
El segundo de esos relatos breves (Revisiones de un manifiesto) extrae elementos del mayo del 68, al tiempo que en el fragmento siguiente el personaje de Jeffrey Wright toma la forma de un cruce entre James Baldwin y A.J. Liebling, el reconocido crítico gastronómico de The New Yorker hasta 1963. Del mismo modo, el editor al que encarna Bill Murray se sostiene en rasgos de Harold Ross, el primer periodista en ocupar la cabeza de la revista, y William Shawn, su sucesor en el puesto. Por cierto, no es distinto con los roles que asumen Owen Wilson, Tilda Swinton y Frances McDormand.
El resto es ficción y la narración trepidante, juguetona, a veces escurridiza, del cineasta. Anderson colma cada porción de la película de escritos, efectos visuales deliciosamente artesanales, viñetas, animación y detalles que expresan su entusiasmo por la labor palpable de una generación irrepetible de reporteros. A todos ellos les dedica La Crónica Francesa. Es un director que parece estar gozoso en su propia dimensión cada vez que pone y echa a correr la cámara, pero que no olvida sus reverencias.