A mediados de 1990, Michael Jackson estaba atorado en un dilema. Como buena figura que halló el éxito en el flanco más opulento del siglo XX -la fama planetaria, los negocios que facturan millones, su vida privada como un trozo más de su celebridad-, su disyuntiva no era ética ni social. Era sencillamente financiera.
Mientras Disney quería bautizar con su nombre una nueva atracción de uno de sus parques, Universal -donde estaba uno de sus cercanos, Steven Spielberg- quería que apareciera en la inauguración de su propio proyecto de fantasía. Dos gigantes de la entretención tironeando de cada brazo a la estrella más grande de la Tierra.
Cuando le resultó imposible decidirse, el estrés lo envió a un hospital de Los Angeles donde llegó mareado, pálido, débil, anémico, con el pecho apretado y delgado en exceso. “Se informó que padecía costocondritis, una inflamación de los cartílagos en el sector frontal de las costillas, una enfermedad presente en jóvenes atletas, debido al ejercicio y al estrés”, resume el periodista J. Randy Taraborrelli en su libro Michael Jackson: la magia, la locura, la historia completa, quizás el más detallado en torno a la faz humana y cotidiana del Rey del Pop. Ante la preocupación generalizada, hasta el Presidente George Bush, Liza Minnelli y Elton John lo telefonearon.
Su ingreso a ese entramado de doctores, fármacos y diagnósticos está fechado el 3 de junio de 1990, justo veinte días antes de que comenzaran las grabaciones del álbum que editaría casi un año más tarde, Dangerous (1991). No podía ser más simbólico: el último gran disco de Michael Jackson no es solamente eso, sino que también la sustancia donde se empezaron a acumular gran parte de los conflictos que luego estallarían hasta sabotear progresivamente una carrera que nunca más alcanzó la redención.
Habituado a titular sus discos con conceptos breves que parecían introducir un universo de suspenso y terror (Thriller, Bad y ahora Dangerous), pocas veces el nombre de su nuevo álbum parecía más apropiado, premonitorio de lo peligroso que se volvería su propia historia a partir del cambio de década. Partir su nuevo gran proyecto discográfico tras una temporada internado era un aviso: el hombre que alguna desafió lo imposible (la gravedad) esta vez se vería desafiado por lo más posible de todos (él mismo).
Dangerous de hecho, en sus primeros segundos, parte con un cristal haciéndose añicos, en la canción Jam, otra alusión sin querer a una trayectoria destinada a fragmentarse. El periodista inglés David Stubbs lo ejemplifica en el ensayo acerca del artista que escribió para el libro Jacksonismo: “De aquí en adelante, es difícil encontrar imágenes de Jackson actuando en las que su cara no esté retorcida en una contorsión angustiada y masculina”.
Jackson puede que haya estado consciente que, a los 32 años que tenía en esos momentos, había llegado el minuto de caminar mucho más a solas, independiente de los resultados. Para partir, despidió a todos los miembros del equipo que lo habían acompañado en su anterior gira, la del álbum Bad. Luego sacó a Frank DiLeo, su mánager durante buena parte de los 80. Pero la determinación que más sorprendió al mundo fue su alejamiento de Quincy Jones, la mano dorada con que había facturado los mejores títulos de su trayectoria, responsable en las sombras y en la luz de esa alquimia de sonidos negros que consolidaron lo más reluciente de su discografía.
Las razones podían ser varias. “Michael ya a esas alturas no confiaba en nadie”, postula Randy Taraborrelli en su libro. Pero aquí no se trataba de confianzas: el ex Jackson 5 quería demostrar que podía sostenerse en la cima sin la ayuda del maestro. Contactó a tres productores (Bill Bottrell, Bruce Swedien y Bryan Loren) para grabar en tres estudios diferentes en California, con un presupuesto cercano a los US$ 10 millones.
Se acercó a géneros más modernos, abandonando el soul y el funk más bailable para dar espacio a expresiones urbanas y afiladas, como los ritmos negros filtrados en máquinas propias del hip hop y la electrónica, maridaje en boga en esos días y conocido como new jack swing, además de buscar el siempre protagónico riff de guitarra que le diera más carácter a sus temas. El resultado es un sonido más duro y menos estilizado, extendido en Black or white, Remember the time, Jam o Give in to me (con Slash, de Guns N’ Roses), contrarrestado con almibarados y mesiánicos himnos como Heal the world, otro de sus intentos por salvar el mundo.
De los 14 temas, doce los escribió o coescribió él, por lo que también quería mostrarse como un autor consciente de los problemas propios de la era de fin de siglo, desde el racismo hasta el futuro ecológico. Tan gigantescas como esas causas fueron los minutos de estudio que destinó al álbum, a veces con 19 horas diarias, arrojando un total de 70 composiciones: al menos en obsesión, detalle, desmesura y apetito megalómano, Jackson se parecía a su rival Prince.
Aunque sus discos estaban lejos de ser un ring; al contrario, parecían portadas de Sgt. Pepper’s donde era capaz de reunir a las figuras más disímiles. Además de Slash y raperos como Heavy D en la grabación, Dangerous tuvo en sus videoclips a los actores Macaulay Culkin y Eddie Murphy; las modelos Iman y Naomi Campbell; y los deportistas Magic Johnson y Michael Jordan. La única que se resistió fue Madonna, quien no accedió a cantar en el hit In the closet.
A veces Jackson, en su burbuja que aún nadie pinchaba, también perdía. Nadie lo notó demasiado cuando en 1992 inició el tour de Dangerous bajo la espectacularidad de siempre, llegando incluso a Chile en octubre del año siguiente, con sólo uno de los dos shows anunciados. Las lesiones y su adicción a los analgésicos se habían acentuado y habían empezado a dinamitar una escalera al cielo que parecía infinita, a lo que se sumaron las acusaciones de abuso sexual a menores que llegarían en paralelo a su periplo mundial.
Su existencia nunca volvería a ser la misma. Dangerous -aunque irregular, disparejo, con baches- es el episodio final de su grandeza artística y creativa, alzado probablemente como el último gran disco de una divinidad pop en el siglo XX, esas piezas sin contrapesos que llegan a ocupar como fieras cada rincón de la cultura popular. Tan amenazantes y salvajes que incluso llegan a devorarse a su propio creador.
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