Sus opiniones más difundidas del último tiempo han sido su nueva ofensiva en contra de las superproducciones de superhéroes y la culpa que le endosó a los millennials (y al apego a los celulares) por el desastre en taquilla de El último duelo, además de los primeros detalles que proporcionó en torno a una nueva serie de Blade Runner.
Sin nada de escandalosa, probablemente la expresión que mejor define el presente de Ridley Scott es una que le entregó a The New York Times hace dos semanas: “Si recibes algún tipo de golpe, no dejas que te afecte. Si te gusta lo que hiciste, sigues adelante”.
Califica como franca y sencilla explicación para aquellos que se preguntan con inocencia por qué, a sus 83 años, el director británico sigue un frenético ritmo de trabajo y continúa acumulando nuevos proyectos en cine y televisión, como productor ejecutivo y realizador (lo más inminente es que en enero comienza a filmar un biopic sobre Napoleón con Joaquin Phoenix en el rol central).
Tras estrenar la excelente El último duelo en octubre, Scott mantiene el tranco presentando una nueva película protagonizada por estrellas y basada en una historia real plagada de condimentos a estrujar. Si antes montó una irregular épica en torno a Cristóbal Colón (1492, 1992), luego ejecutó una enérgica cinta a partir de una fatal operación estadounidense en Somalia (La caída del halcón negro, 2001) y recientemente revivió el secuestro del nieto del magnate del petróleo J. Paul Getty (Todo el dinero del mundo, 2017), esta vez explora los vericuetos y fisuras del clan Gucci entre fines de los 70 y la primera mitad de los 90.
En su segundo protagónico en el cine después de Nace una estrella (2018), La casa Gucci le concede a Lady Gaga el papel de Patrizia Reggiani, una joven hija de un dueño de una empresa de camiones que un día conoce de casualidad a Maurizio Gucci (Adam Driver), uno de los herederos del imperio de la entonces mítica pero anquilosada firma de moda. Retraído y sin demasiadas ínfulas, el joven se concentra en sus estudios de Derecho en vez de preocuparse de la compañía familiar, cuyos destinos son regidos por su padre (Jeremy Irons) y su tío Aldo (Al Pacino), dos dinosaurios sin planes de ceder el liderazgo.
La flamante pareja se enamora y contrae matrimonio pese a recibir el rechazo del papá de él, quien desconfía de las intenciones de la mujer. Con el paso del tiempo los hechos se decantan y la ambiciosa Patrizia insta a su marido a que eche pie atrás y se apodere sin vacilaciones del rol que le corresponde en la sucesión. Su primo Paolo (Jared Leto), el otro posible candidato, simplemente no es opción seria para ninguno de los veteranos a la cabeza del imperio.
Basado en el libro de no ficción de 2000 de Sara Gay Forden, The house of Gucci: A sensational story of murder, madness, glamour, and greed, el filme –ya en cines locales– despliega ese entramado con habilidad, a través de reuniones familiares, la vida privada de Patrizia y Maurizio, e hitos ineludibles de la compañía, un elefante que por años se negó a actualizarse a los nuevos tiempos.
El quiebre se produce cuando existe un cambio en la propiedad de Gucci y los objetivos de la pareja principal inevitablemente se disocian. En ese instante a la cinta le pasa la cuenta su indecisión al momento de establecer el punto de vista.
¿Es toda la película una excusa para desatar el histrionismo de Lady Gaga? Podría serlo. Hace un buen trabajo dando rienda suelta a una batería de tics y un ímpetu dramático que traspasa la pantalla, fruto de una actuación de método que la llevó a vivir nueve meses como Patrizia fuera y dentro del set. Pero, sobre todo en su tramo final, el largometraje comete el error de privarla del tipo de protagonismo que podría ayudar a escarbar en sus motivaciones, un ángulo fundamental a la luz del trágico desenlace del caso real.
¿Subterráneamente, es ante todo un relato del ascenso y caída del hombre encarnado por Adam Driver? Es algo más efectiva en ese carril, aunque por muchos pasajes se ve excesivamente opacado por la presencia de Gaga y la diferencia de decibeles frente al resto de los personajes. Bajo infinitas capas de maquillaje y prostéticos, Jared Leto da vida a uno de los papeles más insólitos del último tiempo, como un miembro de la familia Gucci de look e intereses incomprendidos que silba cada palabra que sale de su boca. Su transformación puede lucir lograda, pero le aporta extravagancia y poco más al filme.
Por el contrario, en varios de los momentos en que irrumpe Al Pacino la cinta pareciera acercarse al cruce de ferocidad, agudeza e ironía que convierte este tipo de historias en obras memorables. El octogenario actor –en estado de gracia luego de El Irlandés– entiende como pocos la naturaleza inmensa y miserable detrás de los personajes que está retratando Scott. Pero una golondrina no hace verano, y lo que prevalece en la segunda mitad del relato es un ciclo de acciones que carecen de un componente humano sólido y donde el punto de vista se balancea de un lado a otro sin un piso definido. Y sus casi dos horas 40 de duración se hacen sentir.
Fuera de pantalla, la verdadera Patrizia Reggiani (condenada a 29 años de prisión por el crimen de Maurizio Gucci en 1995) criticó a Lady Gaga porque no quiso contactarla y reunirse con ella antes de interpretarla en el largometraje. A su vez, la cantante explicó su actuación de método como una respuesta a la pandemia (“no tenía ninguna interacción con el mundo más que con los actores y mi director”, señaló) y detalló que para completar la evolución de su personaje a lo largo del relato se inspiró en el comportamiento de tres animales distintos: gato, zorro y pantera.
Todas esas anécdotas son externas a la pantalla, pero rivalizan con el interés que genera la propia película, una cinta que sigue un trayecto de más a menos y, aunque no califica como fallida, sabe a despilfarrar una historia poderosa.