La primera vez que Keanu Reeves acudió a su entrenamiento de preparación para el rodaje de Matrix apareció con un cuello ortopédico. Recién salido del pabellón, el actor de entonces 32 años tomaba algunos cuidados mientras aún se recuperaba tras haberse sometido a una cirugía de hernia discal.
Su condición era favorable pero lo suficientemente de cuidado como para que le hubieran prohibido lanzar patadas durante su preparación junto al resto del elenco principal y bajo la batuta de Yuen Woo-Ping, el coreógrafo de peleas traído desde Hong Kong especialmente para trabajar en la película dirigida y escrita por Lana y Lilly Wachowski.
Pese a su limitación física, nunca se barajó un reemplazo de último momento para el intérprete canadiense. Y una vez que él superó sus aprensiones respecto a la cantidad de meses que tendría que dedicarse a entrenar antes de filmar cualquier escena como Neo, tampoco consideró entre sus planes dar un paso atrás.
Reeves estaba a punto de rodar un proyecto a todas luces arriesgado y de dudoso éxito, pero que podía semejar una oportunidad de oro para enderezar su carrera: tras su pletórico año 1991 (Punto de quiebre, Bill y Ted, Mi mundo privado) y de protagonizar Drácula (1992) y Speed (1994), se había dormido en los laureles participando en varias cintas intrascendentes y otorgándole prioridad a Dogstar, la extinta banda de rock en la que tocaba bajo y con la que incluso había estado girando fuera de Estados Unidos.
El abogado del diablo (1997) rompió la inercia en su carrera y contribuyó a que no luciera como una locura su fichaje al frente de una película que a Warner Bros. le costaría US$ 60 millones, abordaría una trama difícil de vender al público, y que en el camino había padecido la negativa de Leonardo DiCaprio, Brad Pitt y Will Smith para encarnar al personaje principal.
En la medida que la lista de candidatos se fue reduciendo, fue clave que el actor nacido en el Líbano en 1964 empalmara bien con el alambicado concepto del guión creado por las hermanas Wachowski, una historia que cruzaba elementos futuristas y bíblicos con Alicia en el país de las maravillas y peleas propias de las artes marciales, además de efectos visuales que no tenían parangón en la industria norteamericana. En lo inmediato, el filme los obligaría a viajar a Australia para completar el rodaje, pero sobre todo les cambiaría la vida a los involucrados.
Casi siempre más meditativo que verborreico, el intérprete aprovechaba el debut en salas a mediados de 1999 para definir el significado de la cinta (de vuelta en salas chilenas desde este jueves 9). “Me encantaron los diálogos y las ideas de la película. Me impresionó mucho la narración. Ellas (las Wachowski) encontraron una manera de contar una historia no lineal dentro de una especie de viaje lineal”, señalaba a la revista Empire, descartando tajantemente que lo percibiera como un largometraje de acción, a pesar de sus espectaculares escenas esquivando balas en cámara lenta.
Transcurridas más de dos décadas, un Keanu Reeves de 57 años desliza ideas similares sobre su vínculo con Matrix. “Siempre hay una relación –un drama, una circunstancia– en la narración. Pero para mí es genial cuando una obra de arte puede entretener pero también ser inspiradora o desafiante”, planteó a la revista Esquire en noviembre pasado.
En la previa al lanzamiento de Matrix resurrecciones en cines –el 23 de diciembre– y en medio del rodaje de la cuarta parte de John Wick, también resumió su momento profesional sin mayor fanfarria. “Solo estoy tratando de tener una carrera”, le dijo al medio.
Si en los 90 luchó para encarnar a Thomas Anderson, esta vez recibió una llamada telefónica directamente de Lana Wachowski. El contacto tenía su explicación en que la cineasta por fin tenía una idea para hacer una cuarta cinta, una posibilidad a la que junto a Lilly se habían negado reiteradamente pese a la insistencia del estudio, porque consideraban que el arco estaba cerrado con Matrix recargado (2003) y Matrix revoluciones (2003).
En el improbable retorno de la franquicia estaban contemplados tanto su personaje como Trinity, el rol de Carrie-Anne Moss, una dupla que en la nueva superproducción parece haber olvidado todo lo que vivieron en las tres películas anteriores. Bajo la dirección de Lana (en esta oportunidad Lilly no participó), el largometraje obligó a ambos actores a volver a sumergirse en las ideas de libre albedrío y subordinación a la tecnología, así como en la preparación y filmación de las escenas de riesgo, un aspecto en el que Reeves se ha transformado en una especie de experto durante la última década gracias a la saga John Wick pero al que pareciera restarle importancia.
“No es que la película lo necesitara, pero al fondo de por qué se hizo está el sentido de ser una historia de amor entre Trinity y Neo”, explicó la estrella de Constantine en una de sus más recientes entrevistas. Luego, otro motivo más sencillo: “Teníamos cineastas a los que querías decirles que sí (…) y material con el que querías comprometerte, para dar todo lo que pudieras”.
Keanu Reeves no vuelve ni por la fanfarria ni por la urgencia que cobra el concepto original en el mundo actual. Vuelve en busca de su reencuentro con el lugar en el que fue feliz.