“Me encanta pensar que mi música incita al sexo, hermano”, declaró hace unos meses en el diario El País.
“No hay nada de malo en ello. Es puro instinto básico. Desde la pubertad, para qué engañarse, todos sabemos bien que la carne es sinónimo de deseo”, se apuró en explicar, porque efectivamente no hay nada malo en eso.
Sobre todo cuando tu música no sólo incita al sexo: este año, el músico cubano Cimafunk se consagró como uno de los artistas más inquietos y vitales de Latinoamérica, con una paleta creativa arrolladora donde se multiplican los brochazos de ritmos caribeños, hip hop, pop, electrónica, funk, fraseo acelerado y apurado, reggaetón y lo que entre en una batidora que parece nunca darte un solo minuto de tregua.
Con él, los contornos de la música urbana se amplifican, se retuercen y adquieren acentos diversos, dejando a algunos contemporáneos como meros nombres asociados a etiquetas estrechas y limitadas.
Como todo buen artista surgido en la isla en los últimos años, cogió ese crisol de géneros para conectarse con el mundo y para establecer una personalidad artística propia, aunque -a diferencia de otros- no quiso estamparlo como una insignia política para narrar los nuevos tiempos que corren en Cuba y los anhelos de una sociedad más libre. En su caso, rehúye de la contingencia, bosteza cuando en las entrevistas le consultan por el pulso agitado de una nación siempre en la mira del planeta y prefiere empuñar su verdadera revolución, la de una obra voluptuosa en ritmos y donde un nuevo lema podría ser “fiesta o muerte”
Aunque ya se había hecho un nombre con su álbum debut, Terapia (2017), su último lanzamiento configuró mucho más su naturaleza rítmica y estética. Se trata de El Alimento, estrenado en octubre, y repleto de grandes colaboraciones, como la leyenda del funk galáctico George Clinton; el rapero estadounidense Lupe Fiasco; el afamado cantante y productor CeeLo Green; y el pianista cubano Chucho Valdés.
“La era del nuevo funk cubano está acá”, abrevió sin muchos rodeos The New York Times, maridando los dos universos que en rigor se abrazan en el disco del cubano: la interpretación exuberante y llena de carácter propia de los artistas caribeños; y el sentido irresistible del baile patrimonio de las expresiones estadounidenses.
Ambas herencias fluyen con total naturalidad en cada una de sus canciones, como si Stevie Wonder hubiera despachado alguna vez un disco completo de música tropical (desliz que, en todo caso, no estuvo tan lejos de suceder).
El doctor del ritmo
Nacido y criado en Pinar del Río, un pueblo al oeste de La Habana, Erik Alejandro Iglesias -su verdadero nombre- creció escuchando a gigantes como Benny Moré -voz mayor del bolero, el son y el mambo en Cuba-; Bola de Nieve, y Los Van Van junto a su carismático cantante Mayito Rivera. Pero no se quedó ahí y, en una época más tecnologizada y donde existía un tímido acceso a programas foráneos, descubrió a distintos ilustres del cancionero anglo gracias a espacios de TV como De la gran escena, observando ahí a Tom Jones, Phil Collins, Prince y Sting.
De hecho, en uno de los temas de su reciente disco, Esto es Cuba, retrata esa dualidad cultural que alimentó a muchos habitantes de su tierra: quienes vivían en Guántamo pudieron ver en directo las emisiones de Soul train -el programa que mejor difundió las bondades de la música negra en EE.UU. durante los 70- gracias a la antena de la base naval estadounidense que se levanta en las cercanías.
Eso sí, el destino de Cimafunk pudo estar muy alejado de las pistas de baile y los listados de Spotify. O de Lollapalooza Chile, donde se presentará el 20 de marzo en uno de los escenarios del Parque Bicentenario de Cerrillos.
Al alero de una familia tradicional, fue empujado a estudiar una carrera habitual, Medicina, cursando los tres primeros años en La Habana. Pero aguantó y aguantó hasta no sentirse cómodo.
“Me matriculé ante la insistencia de mi abuela Georgina, que siempre nos insistía en la importancia de ser hombres bien preparados. Yo andaba siempre todo loco, volcado en novias y fiestas, y asumí que aquella vida fácil no podía ser eterna”, reveló en El País.
“Al principio me metí en el reggaetón por las chicas, y por el hecho de que cualquiera con una tarjeta de sonido y un micrófono puede hacerlo. Luego descubrí la trova. Ahí empecé a escribir mis canciones con más estructura, canciones muy raras que nadie entendía. Cuanto más extrañas eran las canciones que escribías, más exótico eras”, se situó después en un diálogo con el New York Times.
Como quizás homenaje a esa trayectoria médica truncada, su debut de 2017 fue bautizado como Terapia, donde el carnaval de géneros y sonidos arrojaba las primeras luces de su destape, en un viaje de Nueva Orleans a África lleno de escalas, ofreciendo el sugerente tono distendido y carnal que perpetúa su figura.
Era una estrella en plena erupción, pero el golpe definitivo vino con El alimento, nombre que respondió a su necesidad de sentirse fortalecido y alimentado en plena pandemia. Ahí llamó la atención del reputado productor Jack Splash (Alicia Keys, Kendrick Lamar, Solange), uno de los arquitectos del álbum, quien le armó su propia agrupación de funk y viajó constantemente entre Los Angeles y Miami para grabar las canciones.
El propio Spalsh compara a Cimafunk con la estrella nigeriana Fela Kuti, por su look de ropa ajustada, lentes de sol y por su sensibilidad en los shows al minuto de hablar de la cultura africana. Otros lanzan un paralelo leve con Bob Marley, por su retórica y su capacidad para también fascinar a otros públicos a partir de un país pequeño.
Como fuere, Cimafunk se siente más bien líder de una nueva generación. La de músicos latinos dispuestos a sacudir etiquetas y modificar los márgenes de la música urbana. Al menos, ya empezó el camino con uno de los mejores títulos del año en nuestro idioma.