Es una de las autoras más destacadas que han surgido desde Bolivia en los últimos años, ha participado en el Programa de Escritura de la Universidad de Iowa y, en su trayectoria ha publicado más de una decena de libros de cuentos y novelas que han cruzado los límites de su país.

De hecho, el último, el aclamado volumen de relatos Tierra fresca de su tumba ha estado en los escaparates de Bolivia (Editorial Cuervo) España (Candaya) Argentina (Marciana) y próximamente en Estados Unidos (Charco Press).

Pero también ya se encuentra circulando en Chile, vía Los libros de la mujer rota, y justo hace un par de semanas obtuvo el Premio BancoSol para libros editados en Bolivia. Por ello hablamos con su autora.

Tierra fresca de su tumba, contiene seis relatos largos, con aliento de novela (algo así como los del célebre John Cheever), que alternan entre lo real y lo fantástico. “Escribí estos cuentos a lo largo de cinco años –señala Rivero a Culto–. Son relatos largos que me demandaron mucha entrega, investigación y un ejercicio de inmersión profunda en mundos que no eran los míos. Necesitaba esa suerte de desterritorialización al interior de la escritura porque atravesaba una serie de pérdidas insoportables”.

El poeta chileno Enrique Lihn decía que la literatura es un ejercicio colectivo, ¿hubo gente que pudo leer y comentarte los cuentos antes de la publicación?

Mientras vivía en Ítaca (al norte del estado de Nueva York) tuve la oportunidad de dar a leer un par de los seis cuentos en un taller que compartíamos los domingos con algunos amigos –entre ellos Edmundo Paz Soldán, Sebastián Antezana, Liliana Colanzi, Francisco Díaz Klaassen, Eliana Hernández, Paulo Lorca y mi esposo, Alexander Torres–. La nieve a mí me lastimaba y era necesario recibir retroalimentación de una pequeña tribu para devolverme a un eje. En general, mi primer lector es mi marido, que suele darme un feedback minucioso. También consulté con amigos salvadoreños y mexicanos para asegurarme de que los dialectos sociales del cuento Pez, tortuga, buitre podían reflejar algunos aspectos culturales que me preocupaban.

En algunos de los relatos hay una relación de bolivianos con gente de otros países o creencias, como japoneses o menonitas. ¿Por dónde pasa tu interés por el tema?, ¿es la migración uno de los motores que te mueven a escribir?

Sin lugar a duda. Nací y crecí en un pueblo de provincia [N de la R: Montero, Santa Cruz] y sé muy bien cómo se experimenta esa sensación de inadecuación que genera el traslado a un centro hegemónico. Esta suerte de conciencia del margen es parte de mi mirada del mundo, que se ha acentuado con mi condición de extranjera en Estados Unidos. En ese sentido, me interesa que mis personajes no se instalen en la existencia como ‘peces en el agua’; al contrario, quiero que naden contracorriente, que se despellejen en esa lucha contra las circunstancias, sean estas sociales, políticas o intensamente íntimas.

Si bien en los relatos hay cosas extrañas, como la mancha en la espalda del estudiante de Hermano ciervo, o unos menonitas, o la tía de la narradora de Socorro, no son 100% fantásticas, alternas a ratos con lo real. No son cuentos de terror, pero tienen escenas de terror. ¿Cómo definirías tú los cuentos?

Me parece que nuestra fe en eso que llamamos “lo real” es desmesurada y algo fanática, a tal punto que cualquier elemento que desafía esa lógica pasa al saco de lo fantástico y/o de la psicosis. Pero ese real es también frágil y las historias que narro justamente intentan acercarse a esa membrana para rasgarla. Si un personaje consigue arañar un poquito el muro de piedra de la razón, he cumplido mi tarea. Entiendo que una parte de las lecturas que se han hecho de mi trabajo lo reconozca como parte del “nuevo gótico latinoamericano” o como “realismo gótico”, pero honestamente prefiero que mis personajes se sigan resistiendo a dormir en compartimentos estancos. La incomodidad es un lugar más saludable para ellos.

También hay bastante protagonismo de las voces femeninas, como la de Elise en La mansedumbre o la japonesa de Piel de asno. ¿Crees que la literatura está de alguna manera en deuda con esos espacios narrativos para las mujeres?

En general sí. Y especialmente con las voces periféricas, sea porque son ancianas a quienes se asume desprovistas de deseo, o adolescentes aparentemente sumidas en un enfermizo solipsismo, o porque los diversos guetos de esta modernidad dispareja las han encerrado tras la mampara de lo inaccesible e incomprensible. ¡O porque están locas! Todas falacias. A veces los intereses de escritura se distraen, se acomodan a otros llamados, y terminamos por prestar el micrófono a un tipo de personaje más reconocible para la percepción ecualizada del mercado. Volvernos extrañas dentro de la escritura me parece que es una forma de estar alertas.

¿Qué lecturas resonaban en tu cabeza cuando escribías estos cuentos?

Algunas lecturas con las que me sentí hondamente hermanada fueron las novelas Canadá, de Richard Ford; Hiere, zarza negra, de Claude Louis-Combet; Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro; Esa visible oscuridad, de William Styron; El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle; los cuentos de El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel, y Recorre los campos azules, de Claire Keegan.

Hay mucha osadía en las escrituras bolivianas de este siglo”

Desde hace tiempo tu país ha tenido un auge de autores destacados, como Edmundo Paz Soldán, Maximiliano Barrientos o la misma Liliana Colanzi, ¿cómo ves el panorama narrativo actual de Bolivia?

Bolivia siempre ha tenido escrituras poderosas, libros a veces solitarios en su propuesta, en las formulaciones de la imaginación, pero de un gran vanguardismo. El que no hayamos sido (ni seamos) un campo literario hegemónico dentro de la región daba lugar, pienso, a la idea equívoca de que allí/aquí sucedía poco. Hoy, en plena era virtual-mediática, es más fácil percatarse de qué, cómo y quiénes publican, lo cual en principio es positivo, porque permanecer mucho tiempo en la penumbra puede herir. Hay mucha osadía en las escrituras bolivianas de este siglo y creo que esa es una energía importante para seguir en la batalla de escribir…a pesar de todo.

Este libro fue publicado en Bolivia, España, Argentina y Estados Unidos. Ahora llega a Chile, ¿has podido conocer algo de literatura chilena reciente?

Siempre estoy pendiente de las propuestas de Lina Meruane, Alejandra Costamagna, Nona Fernández y Andrea Jeftanovic. A Alejandra la publicamos en Bolivia con Mantis un poco antes de la era pandémica. Entre otra literatura reciente, me ha gustado mucho la voz de Ricardo Elías, Paulina Flores, Diego Vargas y Yosa Vidal, a quien también publicaremos en Bolivia (Mantis) este 2022. Y he amado Sumar, de Diamela Eltit, que es tan imprescindible y contemporánea. Hay galaxias completas de la producción chilena a las que espero acercarme en lo venidero.

Por este libro acabas de obtener el Premio BancoSol para libros editados en Bolivia. ¿Te sorprendió?, ¿cómo te lo tomas?

Un premio siempre sorprende. Aunque sabía que teníamos buenas probabilidades de ganar –pues soy consciente de cuán duro trabajó el equipo de El Cuervo para que el libro fuera un objeto maravilloso, y el premio reconoce tanto la escritura como la producción editorial–, también he aprendido a no esperar mucho, tengo algo de musculatura en esa extraña paciencia. De modo que me tomo el premio con el corazón alegre, festivo y agradecido.