Aquellos versos breves que saltaban románticos del inglés al francés, viajaban de Sudamérica al “ti ricordo ancora” simulando pasión o se asomaban de pronto al portugués por aquello de la intraducible saudade: recursos que la canción popular solía usar con cierta ingenuidad, pero que entendía quien fuese los escuchara. La ola “urbana” ha venido a complicar las cosas, con neologismos imposibles y de fonética dudosa. Segurosqui, Otro fili, Corashe son hits recientes de reggaetón y de trap dispuestos a una semántica sólo para iniciados. Hay decenas de otros ejemplos.

Los adelantos del próximo álbum de Rosalía iban a activar sí o sí la expectativa, pero su spanglish a borbotones y sus títulos casi inrastreables (Hentai, Saoko; este último, un término africano para “ritmo, alegría, movimiento” que ya Daddy Yankee y Wisin habían usado en un tema conjunto) son hoy categoría aparte de análisis.

Las pistas sobre el disco que en marzo sucederá al magnífico El mal querer (2018) cuentan ya con videos completos de decodificación y taxonomía pop a cargo de fans. No es cosa de llegar y cantar “como sex siren, yo me transformo”, y luego esperar que el mundo se quede quieto. Una cosa es una declaración de amor rumbera y dramática, y otra diferente “te quiero, ride, como a mi bike / hazme un tape modo spike…” (en japonés, el término ‘hentai’, que titula el tema, alude a fetiches sexuales, y pasó al manga como sinónimo de perversión). Son códigos de cruce no ya entre géneros y tradiciones, sino que entre sub-sub-culturas y sus claves de pertenencia.

Requiere talento coordinar esa búsqueda entre los márgenes con una ambición profesional global. Saber cómo, cuándo y con quién amplificar lo que se cosecha en los bordes define a las estrellas pop más interesantes, y la barcelonesa lo consigue con una libertad impensada en quienes la antecedieron. Tuvo en sus inicios similar visión para enredar con desprejuicio raíces andaluzas y pulso reguetonero.

Pero una vez encendido el debate por una posible “apropiación cultural” de su parte, Rosalía corría ya muy por delante de sus críticos, grabando con The Weeknd y J Balvin, tomando nota de las lecciones de estilismo centroamericano, atiborrando sus videos de relatos visuales paralelos, instalándose al fin en Miami como sede multicultural de operaciones. Lujo y calle, sexo y cerebro, este y oeste Atlántico, feminismo y exhibición: “Me contradigo, yo me transformo/ Soy to’a’ las cosa’… fuck el estilo / tela y tijera, ¡y ya! / Cógela y córtala, ¡y ya!”.

Cómo no escuchar en los versos de Saoko un manifiesto personal. Los emite con una autoconfianza probablemente rastreable también en Billie Eilish, Little Simz, Alizzz; estrellas de una generación que considera natural que sus ansias de avanzada sean también masivas (es elocuente que alguien como C. Tangana admita aspirar a la fama de Julio Iglesias), y no restringidas al antiguo indie de guitarras que hoy se parece al pariente conservador. En su cantautoría y producción pop el lenguaje no es el idioma, ni el género clasificación. Se canta en la jerga de la interconexión, se habla el argot de la multirreferencia y se trabaja en colaboración a distancia. Es una narrativa completamente nueva; no siempre clara, mas sí inspiradora.