Forzados por los requerimientos de autodefinición que hace unos años inevitablemente les trajo la fama, Idles salió a zanjar: “No somos una banda punk. Somos una banda enojada”.
Como si fuese necesario aclararlo. No ha avanzado ni un minuto del debut del grupo de Bristol en Chile ayer en el festival Lollapalooza y el vocalista Joe Talbot ya nos ha mostrado los dientes (literalmente). Puñetazos al aire. Patadas en el suelo. Palmetazos sobre el pecho. Para cuando entra la batería, la canción Colossus ya está firme en un crescendo amenazante, severo y urgente. Nada tiene que ver su sonido con el punk, es cierto, pero tampoco con disgusto per se: lo que a primera vista parece furia no tarda en revelarse más bien como vitalidad.
Basta recordar el título del álbum de 2018 en que ese poderoso artefacto de largada a su show de ayer en la cita venía inscrito: Joy as an act of resistance. El gozo es resistencia.
Minutos antes han terminado su turno en escenarios cercanos el trap-star Harry Nach y la leyenda viviente Marky Ramone. Uno y otro -tan distantes entre sí- tienen en común haber forjado su respectivo prestigio sobre relatos anexos a su música: la viralización interpantallas en el caso del chileno; la forja de una marca de imbatible influencia en el del neoyorquino.
Idles es todo lo contrario: su música suena a presente, y se comprende en vivo de un modo que ni dan ganas de fotografiar. Entra al cuerpo y al ánimo.
Si hasta consiguieron que ayer volviera el moshing (baile a golpes con mascarilla; vaya tiempos extraños). Las dos guitarras eléctricas no se miden en la descarga, la batería es enfática y el cantante le dará la carga de dolor debida al relato a la vez dramático y político de Mother, de su primer disco (2017): “La violencia sexual no parte ni termina con la violación¡; / empieza en nuestros libros y tras el portal de nuestras escuelas”.
Esto se recita como es debido: marcando las sílabas a martillazos verbales. Incluso cuando Talbot quiere mostrarse cariñoso con su entusiasta fanaticada chilena lo hará a su manera: “¡Gracias, Chile! This-is-a-fu-cking-dream!”.
Para The beachland ballroom el guitarrista Lee Kiernan (el del vestido nirvanesco) se sentará frente a un piano eléctrico para dotar de la debida solemnidad a una confesión que consigue conmover incluso en el descampado caluroso de un sector de Cerrillos. No debe ser fácil volver a cantarle al recuerdo de estar de rodillas durante días, “y no por estar rezando ni rogando”, como se precisa en el estribillo.
Al fin, llega uno a un show de Idles pensando que la sacudida eléctrica que se ha conocido en sus discos cargará al cuerpo de un encono irreductible, y no: este enojo no es furia, sino sentimiento. Calza que en sus entrevistas admitan como gran influencia a la música soul.