Todo el barullo alrededor de Antón Álvarez Alfaro (31), el nombre tras C. Tangana, que lo apunta como un adelantado y un ejemplo de fusión, a la vez acusado de traición por algunos pares al alejarse de las rimas tradicionales, cobra sentido con el astro pop madrileño al frente. La noche del miércoles en el Movistar Arena, como plato fuerte del festival Fauna Otoño, C. Tangana presentó un espectáculo de otra espesura, a distancia kilométrica de lo ofrecido por el promedio del urbano, la zona donde más fácil se le puede encasillar.
Pero, ¿es una figura del rubro? Rotundo no.
C. Tangana no invita a escuchar sus canciones simplemente, sino que ofrece un montaje musical de estructura teatral y toques cinematográficos, milimétricamente ensayado, con un logrado despliegue escenográfico. Convirtió el escenario en un elegante salón de cena y baile de cierta nostalgia, hasta transformar todo el ambiente del arena en parte de ese sitio de luces tenues, doradas y sugerentes recortadas por el humo de cigarrillos, con mesas colmadas de copas y botellas a medio consumir. El cuadro completo, de una composición extraordinaria con aspiraciones pictóricas, también se experimenta como un set de filmación por la presencia de cámaras.
Comparado a grandes figuras de la música popular en español, proclives a utilizar escenografías que pretenden recrear bares y calles con resabio de sitcom -el estilo de Ricardo Arjona y Joaquín Sabina, entre otros-, lo de C. Tangana resulta superior, ambicioso y apasionado en su conjunto.
Los músicos entre guitarristas y percusionistas, cantores y coristas, se distribuían por las mesas mientras el artista se desplazaba seguido atentamente de una cámara que captaba su figura y primeros planos, en función de una gigantesca pantalla. C. Tangana se entiende a las maravillas con el lente. Coquetea, goza. Hay algo melancólico en su mirada -el arco de sus cejas, unas tenues ojeras-, pero cuando sonríe irradia alegría genuina.
El setlist incluyó casi la totalidad de El Madrileño, su alabado álbum del año pasado. El público no sólo conocía perfectamente las canciones superando en varios pasajes el volumen desde el escenario, sino que progresivamente fue escalando en fervor, notorio desde el primer minuto, hasta convertir al Movistar en un evento fiestero alimentado de guitarras españolas y cajones en su columna musical, con descuelgues a guitarras eléctricas, teclados y bases.
C. Tangana no es un cantante tradicional. La voz no descolla ni posee mucho volumen. “Sin cantar ni afinar” fue una sentencia a modo de crédito proyectado en la pantalla para cerrar el concierto, y resulta palpable que lo suyo no va por ahí. Su búsqueda es la de un artista musical que está trazando un gran lienzo hispanoamericano donde caben sus raíces de voces estentóreas, palmas y guitarras apasionadas, hasta los ritmos fusionados de la América morena y sus vetas urbanas, y la omnipresencia del hip hop. Es una ola que arrastra historia pero en cuya cresta el sonido es moderno y reluciente, de bajos espesos con ritmos cadenciosos y callejeros.
No hubo necesidad de bis. Cuando el elenco se despidió y en la pantalla quedó congelada la imagen de la estrella y sus músicos con una botella de champán celebrando una noche triunfal, la vuelta estaba de más. Vimos más que un concierto, sino un montaje con un desarrollo dramático que requería un magistral punto final.