Parecía ser el mismo del video de You oughta know de Alanis Morissette en 1995 -rubio, salvaje, dándole con todo-, y el viernes antepasado en Lollapalooza tras la batería de Foo Fighters. El golpe fiero, la técnica expresiva y vistosa, los dientes apretados, la estampa playera de surfista eterno. Hueso, músculo y actitud tras tambores y platillos.
Taylor Hawkins será joven para siempre en nuestros recuerdos, y la encarnación de lo que un baterista debe representar en una banda con hambre de trascendencia: el motor, la energía, el empuje. Pero había algo más en su carácter artístico además de la habilidad con las baquetas, un cantante competente, y un activo compositor y multi instrumentista que aportó desde There is nothing left to lose (1999), su primer trabajo con Foo Fighters. Taylor Hawkins tenía carisma y cercanía, irradiando una fe inquebrantable en el rock como una forma de vida con beneficios y riesgos, incluyendo un coma en 2001 por sobredosis de heroína, cuando la fiesta era parte de su régimen diario, aún cuando descartaba haber sido un yonqui. Los excesos etílicos, confesó, respondían a sus inseguridades como músico. A fin de cuentas, el líder de su banda es uno de los mejores bateristas rock de los últimos 30 años.
Con referentes como Stewart Copeland de The Police, Roger Taylor de Queen y Budgie de Siouxsie and the Banshees, entre otros, construyó un estilo propio, sencillo, directo, de redobles veloces y energía permanente que conquistaba de inmediato la atención en directo, como sucedió el viernes de la semana pasada en Lollapalooza. Junto a Dave Grohl, se convirtió en sinónimo y rostro de Foo Fighters.
Los chistes de los músicos rock suelen ensañarse con las competencias e intelecto de los bateros. No saben de acordes, es prácticamente imposible que presenten una canción, y acostumbran ser los más borrachos y salvajes del grupo, por algo el batería de Los Muppets se llama Animal. Apuran el tiempo en vivo como si fuera una condición crónica, en las salas de ensayos los hacen callar cuando repasan tambores y platillos, nadie les pide letras. Están para marcar el ritmo al fondo del escenario.
Joe Strummer decía que tu banda es tan buena como lo es tu baterista. Para él, The Clash se desmoronó cuando despidieron a Topper Headon -una máquina en los combativos británicos y autor de su mayor éxito Rock the Casbah-, y así fue. The Who nunca volvió a ser lo mismo sin ese cohete lunar llamado Keith Moon. Con The Rolling Stones sucede algo parecido tras la pérdida de Charlie Watts, el caballero que derribó de un puñetazo a Mick Jagger por insolente. Idéntico en el caso de Los Jaivas sin la chispa de Gabriel Parra, el corazón de la leyenda viñamarina. Led Zeppelin se desintegró con toda razón apenas murió John Bonham. Los Tres perdieron consistencia cuando salió Pancho Molina llevándose el touch y la muñeca privilegiada. La gira final de Black Sabbath sin Bill Ward dejó un extraño vacío. Rush confirmó su extinción definitiva con la muerte del incomparable Neil Peart.
Con 50 años, Taylor Hawkins fue pieza clave en la conquista mundial de Foo Fighters colmando estadios y arenas. En paralelo, montó bandas que revelaban su pasión melómana, tocó con algunos de sus más grandes ídolos, colaboró con diversos artistas, publicó como solista, y dejó material inédito con el supergrupo NHC junto a miembros de Jane’s Addiction.
Formó una hermandad con Dave Grohl representado el rock como sinónimo de espectáculo y profesionalismo, conscientes de encarnar una de las últimas grandes instituciones del rubro, con la misión de mantener el género con orgullo. Vivió el rock & roll y transmitió su pasión con amplia sonrisa y detalles hacia los fans, como la niña con la que se fotografió en Asunción hace unos días, que fue a tocar batería a las puertas del hotel donde se hospedaba, como dio explicaciones a los seguidores por la suspensión del show. Un rockstar de verdad hasta el final, cuya muerte ha sido genuinamente lamentada por la realeza rockera y fanáticos de todo el mundo.