La pregunta íntima de John Frusciante (52) para regresar a Red Hot Chili Peppers era si sería capaz de tocar rock nuevamente, una música con la que sostiene una relación de idas y venidas por 30 años. Cada cierto ciclo, la exploración artística lo lanza lejos, se desconecta y pierde interés. Con matices, las dos veces que se ha marchado del grupo, el argumento apunta a rechazo y desmotivación. Cuando se va, Anthony Kiedis (59), Flea (59) y Chad Smith (60) quedan a la deriva.
One hot minute (1995) ha sido vilipendiado más de la cuenta, pero el elemento explosivo quedó en suspenso con la inclusión de Dave Navarro, como el método creativo mediante la improvisación jamás convenció al guitarrista de Jane’s Addiction. Lo de Josh Klinghoffer fue peor, como si nunca hubiera terminado de montar el equipo. Apenas un pasajero, un auxiliar en una banda que requiere cuatro personalidades alineadas.
Para sellar este retorno con una especie de bendición rock papal, vuelve Rick Rubin, productor sinónimo de algunos de sus mejores trabajos como Blood sugar sex magik (1991) y Californication (1999).
Unlimited Love es el destilado de un centenar de canciones compuestas tras el retorno de Frusciante, de las cuales grabaron la mitad. Entre los planes tentativos figura la publicación de una secuela con material más relajado. O sea, acá se concentra lo más intenso de esta segunda reunión de la alineación clásica de Red Hot Chili Peppers.
Algunas de las primeras reseñas de Unlimited Love coinciden en una reacción que provoca en el repaso inicial: dónde está la energía como un petardo, la testosterona, el rock descamisado, la calentura, la agresividad punk rocker. Básicamente, dónde está la banda de hace 20, 30 años, ese pálpito absurdo de la cultura pop de estrellas pretendiendo burlar el paso del tiempo, y el público en demanda de la juventud eterna.
Este duodécimo álbum de RHCP retrata lo contrario, el avance digno del calendario. Se mantienen en forma, una de sus orgullosas características, pero la energía se distribuye de manera distinta. Los acentos se intercalan en otras gradualidades. Asoman más llanuras que escaladas y descensos.
Unlimited Love establece una nueva relación entre los músicos, como un matrimonio que se recompone mediante un cortejo y trato renovado. El ánimo del material es menos frontal.
La guitarra de Frusciante aflora más oblicua, sin la necesidad de construir frases martillantes, sino en un perfil decorador. Flea persiste en su eterna misión como columna voluptuosa, un bajo inconfundible y verborreico, uno de los mejores del rock de todos los tiempos sin apelación, más dúctil que en permanente tensión trazando dibujos. La batería de Chad Smith sigue demoledora cuando es necesario en una combinación exacta entre funk y rock pesado clásico, pero concreta un par de lustros apañando la energía sin perder enganche, con un toque más mullido que proviene de la producción de Danger Mouse para The Getaway (2016).
Anthony Kiedis apuesta más que nunca a la melodía con buenos resultados -Here ever after, entre varios ejemplos-, esfuerzo que paradojalmente cobra su precio en su singularidad histórica como uno de los pioneros del cóctel rap, con rock y funk endurecido. El fraseo callejero resuena apolillado.
Si la música Chili Peppers contenía más energía en el pasado, ahora propone un rango emotivo más generoso, con mayor temperamento y dinámicas en juego. ¿El sexo? Definitivamente ya no es lo que era. Ese perfil entre apasionado y violento con algunos episodios controversiales en su biografía, no tiene lugar en este presente, a cambio de cierta melancolía y nostalgia.
Unlimited Love provee material imposible en el pasado como Not the one, con la guitarra operando a la manera de una suave sirena ondulante en un ambiente soul, con un piano preciso conjugado hacia el final. Es un tipo de delicadeza imposible en los días de canciones como Suck my kiss.
The Great apes es puro temperamento, la subida desde el remanso de guitarra acompañando las sinuosas líneas de Flea, y la irrupción de la distorsión. El estribillo de Kiedis, impecable. La guitarra final es uno de los mejores momentos del álbum. Frusciante le prende fuego por el canal izquierdo.
La siguiente, It’s only natural, con guitarra oscilante, las armonías de Frusciante y un ejemplo de cómo Chad Smith ha soltado la muñeca, una pieza que se arma tranquilamente con un punto exacto entre funk y soul. El solo de guitarra corre espontáneo con aroma jazz. Hacia el final, en otro solo, las cuerdas aúllan fenomenales.
These are the ways parte como una jugarreta a medio tiempo, casi a tientas, hasta que a los 30 segundos estalla. La batería de Chad Smith y la guitarra de Frusciante vuelan en maniobras conjuntas según las coordenadas de The Who. El remate es lo más duro y trabajado de todo el álbum, una de las mejores canciones del disco.
Títulos siguientes como Whatcu thinkin’ (fenomenal guitarra), Bastards of light y White braids & pillow chair, también califican como un tipo de composición renovada, con matices en su lenguaje de siempre, y honesto con quienes son hoy en día. No asoma una pretensión por mostrarse como los tipos que parecían trepar paredes hace tres décadas.
Sobran canciones entre 17 temas y 73 minutos sin la inmediatez del pasado. Quizás falta más ataque en la producción de Rubin. Pero hay algo seguro. Red Hot Chili Peppers no se reunió para tributar a sí mismos. No pretenden ser eternamente jóvenes, ni cachondos, ni rebeldes. Tienen nuevas canciones con códigos de reciente elaboración, que sólo requieren de tiempo para ser memorizadas.