“Seguir angustiado / viendo que se pierde la felicidad”. En Mi triste problema (1971), Cheo Feliciano le canta a los estertores de una relación desahuciada. Es un apabullante bolero (escrito por Tite Curet, autor mayor de la salsa) sobre el derrumbe emocional que en silencio antecede el quiebre de un matrimonio: “Estar convencido de que en un vacío peor que el olvido / se hundió todo aquello / que siendo tan nuestro ya es tiempo perdido.”
Están las canciones de despecho, las de ruptura, y en una categoría diferente las de separación. En estas últimas la resignación ante un fracaso consumado impide alardes ni recriminaciones a viva voz. Son acaso más sobrias, y por eso más angustiantes. Los discos de divorcio constituyen un subgénero con listas rastreables y un cánon de títulos básicos, en el que nunca faltan al menos los documentos del adiós de Bob Dylan a Sara Lownds en 1975 (Blood on the tracks), las múltiples rupturas simultáneas al interior de Fleetwood Mac en la época de Rumours (1977), el no-va-más de Benny y Frida que ABBA plasmó en The visitors (1981) y cómo Beck se volvió introvertido tras romper con Leigh Limon (Sea Change, 2002).
No importa que los involucrados digan que esos versos no son, por ningún motivo, autobiográficos. A quién van a engañar. Frank Sinatra levantó en Watertown (1970) un magnífico relato conceptual de divorcio en tercera persona que todos sabemos lo cantó con Ava Gardner en mente. Es a su primera esposa, la también cantautora Ana Laan, a la que Jorge Drexler le extiende una despedida a distancia en 12 segundos de oscuridad (2006): “Todas las horas, todos los besos / cada recuerdo que fuimos echando en el fuego / un día tal vez darán calor”. Marvin Gaye no deja lugar a dudas que es a Anna Gordy a quien le cierra la puerta su Here, my dear (1978): si hasta hay una Anna’s song.
Resulta casi irresistible no asomarse en estos días por YouTube al juicio de Johnny Depp contra su ex esposa, Amber Heard. Es una serie por episodios, de testigos atrayentes (la hermana, el conserje, el amigo pintor mantenido) y recuerdos escabrosos, que parece ordenada por un guionista hábil en el morbo y el suspenso. Cada cierto tiempo, Hollywood y la prensa a su alrededor se nutren de similares maratones de intimidades, en cuyo rentable despliegue no cabe el escrúpulo pero tampoco la metáfora ni la lectura entre líneas. Démosle el crédito a cuánto más elegante ha sido el mundo de la música para compartir sus cuitas.
Los discos de divorcio no están ahí para incomodar a quien los escucha; más bien sostienen un noble lazo de empatía, ajeno al cálculo y el reproche insidioso. Incluso una estrella forjada en el canto sobre amores deshechos, como Adele, limitó en el reciente 30 (2021) las pistas sobre su divorcio de Simon Konecki. Los versos en ese disco son reveladores, mas no impúdicos. El problema está en My little love, una canción que samplea audios de las conversaciones que ella y su hijo de 8 años tuvieron para lidiar con lo de la separación de papá y mamá. Eso sí fue un poco mucho.