En pleno 2022 y a 50 años de su estreno, resulta casi imposible concebir la historia del cine sin la existencia de El Padrino, una trilogía basada en la novela homónima de Mario Puzo que aborda las relaciones familiares, la corrupción y el poder a través de la historia de uno de los clanes italoamericanos más poderosos de la mafia neoyorquina.
Pero más allá del éxito, su realización no estuvo exenta de problemas. Por el contrario, la trastienda está llena de relatos que dan cuenta de un ambiente laboral complejo, marcado por desencuentros y presiones que incluso llegaron por parte de la verdadera cosa nostra radicada en territorio estadounidense, preocupada por la imagen que se haría de ellos.
Todas desavenencias que inspiraron una nueva serie ya disponible en Paramount+. Se trata de The Offer, una ficción enfocada en las experiencias de Albert S. Ruddy, el productor de El Padrino que ganó un Oscar por su desempeño en el filme. Justamente, su rol fue más que fundamental para lograr que la película llegara a buen puerto.
Todo se inició en 1968, cuando Puzo visitó a Robert Evans, el jefe de producción de Paramount, para ofrecerle los derechos de una novela que aún no terminaba de escribir. El escritor, asediado por las deudas acarreadas por su adicción al juego, necesitaba conseguir dinero para saldar cuentas y mantener a su familia. Por entonces, El Padrino era sólo un bosquejo que fue adquirido por el estudio a sólo 12 mil 500 dólares de la época, una suma baja para los parámetros de la industria.
La novela avanzó y terminó transformándose en un best-seller internacional. Y Paramount tenía los derechos para adaptarla, aunque los altos mandos del estudio no querían arriesgarse por el escaso éxito que las películas de gánsteres sicilianos habían tenido en el pasado.
Evans insistió y el proyecto finalmente tuvo luz verde. En su libro de memorias The Kids Stays in the Picture, recordó la conclusión con la que se afrontó a la película: para que fueran exitosas, las películas sobre la mafia debían ser “étnicas hasta la médula. Tienes que poder oler los spaghetti”.
El problema era que los directores de la época parecían tener la misma idea que los ejecutivos de Paramount. Costa-Gavras, Arthur Penn y Peter Yates fueron algunos de los cineastas que se rehusaron a participar. El nombre del joven Francis Ford Coppola estuvo lejos de ser la primera opción, y aunque tampoco quería involucrarse en un proyecto dentro del circuito hollywoodense –Coppola incluso dijo que un libro como El Padrino representaba todo lo que estaba evitando en su vida–, terminó aceptando casi por necesidad.
American Zoetrope, la productora que fundó en 1969 con George Lucas para filmar cine independiente, no estaba pasando por su mejor momento financiero, por lo que el dinero que percibiría por la filmación le ayudaría a mantener su proyecto a flote. Sin embargo, la decisión de entrar en la película sería el inicio de una serie de problemas que lo enfrentaron una y otra vez a Evans y los ejecutivos del estudio, que no confiaban en sus decisiones como director.
Aun así, Coppola logró imponerse en varios de los gallitos. Él quería a Al Pacino como Michael Corleone. Evans, a un actor como Robert Redford, Warren Beatty o Jack Nicholson. Los ejecutivos se negaron una y otra vez a que Marlon Brando encarnara a don Vito por considerarlo un actor acabado y con fama de tener un carácter demasiado temperamental. Pero Coppola incluso fue capaz de fingir un ataque de epilepsia en medio de una reunión para exigir que de una vez por todas confiaran en sus decisiones como director. La tensión era tal que el cineasta estaba convencido de que varios miembros del equipo estaban boicoteando su trabajo para conseguir que lo reemplazaran. También tuvo que luchar para que se respetase la época y locación original de la historia, aunque significara un aumento de presupuesto para los ejecutivos.
Quizás la mejor relación fue la de Coppola y Puzo, que jugó un rol clave aportando en la escritura del guion y en que Brando aceptara el papel de don Vito. Incluso le envió una carta, donde le decía “creo que eres el único actor que puede interpretar el papel con esa fuerza tranquila e ironía que requiere el papel”.
Cuando parecía que las cosas no podían ser más caóticas, Albert S. Ruddy comenzó a notar una serie de eventos extraños, como balas atravesando su automóvil, persecuciones de misteriosos vehículos o que las ruedas de su auto aparecían reventadas a punta de balazos. Paramount también comenzó a recibir amenazas telefónicas que incluso alertaban sobre supuestas bombas instaladas en el set.
Las señales eran claras: la mafia real no estaba contenta con el rodaje de la película y demostraron que eran capaces de perturbar sus planes. Así, Ruddy tomó un gran riesgo que significó la continuidad de El Padrino. Solicitó una reunión en privado con Joe Colombo, el líder más poderoso de las cinco familias de Nueva York. Aunque el mafioso se hizo el desentendido, el productor le llevó una copia íntegra de las 160 páginas del guion, para que se cerciorara de que no se dejaba mal a los clanes como el suyo ni a la comunidad italoamericana.
Pero Colombo ni si quiera lo abrió. Su petición, breve y concisa, fue que no se mencionaran las palabras “mafia” ni “cosa nostra” dentro del guion, además de sugerir que donar las regalías de la premiere a la Liga Ítalo Americana de Derechos Civiles (presidida por él mismo) sería una buena señal para la comunidad.
La reunión casi le cuesta el trabajo, pero definió el curso del éxito de El Padrino. Además, propició que Lenny Montana, el guardaespalda de uno de los hombres enviados por Colombo para vigilar el set, fuera fichado por Coppola para encarnar a Luca Brasi, integrando a un verdadero miembro de la mafia en la película que terminó por definir los arquetipos del cine inspirado en gánsteres italianos.