Columna de Marisol García: iPod, un obituario
El iPod trajo una nueva manera de comenzar a relacionarnos con el orden de nuestra discoteca. Incluso más: nos permitió —al fin— la portabilidad completa de ésta. Impuso otra dinámica de escucha: de salto entre tracks; de banda en banda; de listas personalizadas a gusto. Nada de eso lo permitían los cassettes. Fue una revolución suave, discreta, compacta.
No estaría mal que se compusiera y grabara pronto un réquiem para el iPod. Sería consecuente, sí, jamás publicarlo en disco. Se anunció esta semana que el (alguna vez más popular) aparato de reproducción de música digitalizada deja de fabricarse; las copias restantes del modelo “Touch” quedarán en tiendas sólo hasta agotar stock. Su existencia fue breve (nació en octubre de 2001), mas sobreexpuesta: sólo en 2008 se vendieron casi 55 millones. Acaso por eso el comunicado de Apple del pasado martes cede brevemente al sentimentalismo: “… el espíritu del iPod hoy sigue vivo”. Tienen sus verdugos, en eso, toda la razón.
Porque, bajo el radar de las tendencias musicales, ¿qué es en verdad más influyente? ¿Aquello que por un tiempo se pega a las costumbres como rasgo de identidad generacional (ritmos, atuendos, coreografías)? ¿O lo que modifica hábitos al punto de hacernos olvidar cómo era que vivíamos antes de conocerlo? El iPod trajo una nueva manera de comenzar a relacionarnos con el orden de nuestra discoteca. Incluso más: nos permitió —al fin— la portabilidad completa de ésta. Impuso otra dinámica de escucha: de salto entre tracks; de banda en banda; de listas personalizadas a gusto. Nada de eso lo permitían los cassettes. Fue una revolución suave, discreta, compacta; comandada desde un símil de cajetilla de cigarros que familiarizó nuestros dedos y cerebros a lo que luego los voraces teléfonos móviles no tardarían en cooptar.
«Al fin… a solas», proponía una antigua publicidad para aquellos tocadiscos tipo pick-up que volvieron realidad la previa utopía juvenil de acompañarse en el dormitorio de música de propia elección, emancipada ya de las preferencias en el living familiar (¡nacía un segmento de mercado!). Del mismo modo, la escucha entregada al shuffle digital borró jerarquías antes consideradas estancas: de un cantautor de moda a sus referentes ancestrales en un click; amalgamados vivos y muertos, tradiciones y pop, estrellas y amateurs, influenciados e influyentes en un mismo y extenso continuo sonoro. No es que el iPod haya inventado la música digital, pero el modo altamente eficiente —e imperfecto (vaya con esos audífonos)— en que nos la puso a disposición constituyó no tanto una alternativa como una transgresión cultural ya sin vuelta atrás.
Tan profundo cambio de códigos de escucha musical nos instaló al frente la trampa cómoda de un nuevo problema: el de nuestro trato ya sin remedio con el exceso. Si tener doscientos longplay en el bolsillo era hace veinte años descolocante, el posterior cruce al streaming ha naturalizado el absurdo de la discoteca infinita, en la que ni la selección quisquillosa ni la detención meditada tienen sentido. El ahora desahuciado iPod hizo mucho a favor de la dinámica vitalizante de música integrada a una nueva rutina de más estímulos y menos intermediarios en la distribución de contenidos. Pero, a la vez, su esencia misma necesitaba estandarizar experiencias e imponer una sobreoferta sin distinciones. Lo aceptamos y así se quedó. Escuchar la música que escogemos sigue siendo hoy la misma maravilla de siempre; sólo que un poco menos especial.
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