El reseñista como cartógrafo: Ignacio Echeverría escribe sobre Juan Manuel Vial
Durante dos décadas, la mitad de ellas en estas páginas, Juan Manuel Vial ejerció de un modo sobresaliente la crítica de libros. De Nicanor Parra a Benjamín Labatut, de la poesía a la crónica, con sus reseñas fue delineando un mapa de la literatura chilena. Así se puede leer en No Obstante lo Anterior, compendio que recoge parte de su trabajo. Acá adelantamos el prólogo de la edición.
De buenas a primeras, cuando se hojea este volumen, tanto su grosor como la ordenación alfabética de los autores sobre los que discurre invitan a pensar en algo comparable a un diccionario de la más reciente literatura chilena. Y un poco tiene de eso, sin duda, si bien la suma de los nombres y de las obras tratados –y las conexiones que establecen entre sí– constituye más que un simple inventario: configura una especie de constelación o, mejor aun, un mapa.
De hecho, conforme Juan Manuel Vial iba perseverando en la práctica de criticar libros, el espíritu del que fue imbuyéndose era, mucho antes que el de un teórico o historiador de la literatura, el de un cartógrafo. Él mismo, en el artículo en que hizo pública su decisión de abandonar el oficio (Pobre ave, La Tercera, 19 de octubre de 2019), se veía, mientras escribía muchas de las piezas aquí reunidas, «desenrollando de manera incesante mapas y mapas literarios».
Vial ironizaba sobre el horror vacui que fue poseyéndolo una vez que empezó a ocuparse de reseñar regularmente las novedades de la literatura chilena. Se trataba de leer y seguir leyendo para completar hasta el máximo posible el mapa que iba construyendo. Como esos «cartógrafos flamencos y holandeses de los siglos XVI y XVII» que echaban mano de todos los recursos a su alcance para «no dejar espacios en blanco» en esas cartas «que dibujaron con incomparable arrojo y bastante precisión geográfica», así también, con no menos arrojo y precisión, Vial fue conformando, semana tras semana, un panorama bastante completo de la literatura chilena publicada dentro o fuera del país durante las dos primeras décadas del siglo XXI (las dos décadas en que él mismo se desempeñó como crítico de libros, de 2002 a 2019).
No tengo claro si Vial se propuso de forma programática levantar ese mapa. Me da la impresión de que no, de que fue una tarea que se le impuso con el tiempo y de la que solo cobró conciencia retrospectivamente. En el artículo que vengo citando, se llevaba las manos a la cabeza al constatar la cifra «endemoniadamente excedida, si es que no desfachatada y escandalosa» de las críticas que había escrito. Pero es que su voracidad como lector y su propio compromiso con lo que al principio se le antojó un privilegio –el de «haber encontrado un lugar donde expresar con total libertad opiniones literarias de muy diverso calibre» pero que enseguida adquirió todo el peso de una responsabilidad –la de no obviar, en lo posible, ningún libro significativo– lo fueron empujando, insisto, a leer a sus propios contemporáneos del modo más exhaustivo y más cabal del que fuera capaz. Las dimensiones relativamente abarcables del campo literario chileno le permitían intentarlo.
Por mi parte, simpatizo resueltamente con su concepción del reseñista como cartógrafo, pues pienso que todo aquel que se dedica a comentar en la prensa, con mayor o menor regularidad, las novedades editoriales debería cumplir, por encima de todo, una función orientativa. De lo que se trata, en definitiva, es de guiar al lector en relación a esas novedades, y eso entraña situar el libro en cuestión en el mapa que configura una determinada tradición literaria.
El mejor o peor conocimiento que el comentarista tenga del terreno en el que opera resulta decisivo a la hora de apreciar adecuadamente el libro al que se enfrenta. Ahora bien, ese terreno solo se conoce bien recorriéndolo, describiéndolo: cartografiándolo. Subrayo esto porque me parece determinante en la actitud de Vial como crítico, muy sujeta a la posición relativa que ocupa el libro sobre el que discurre en el sistema al que pertenece, posición que se vuelve tanto más precisa en cuanto más tupida es la red de referencias que permiten ubicarla. Esa posición no la decide ningún apriorismo teórico, ninguna expectativa particular del comentarista, sino su propio relieve en relación a un horizonte que definen las lecturas acumuladas por el reseñista en cuestión. A este respecto, resulta llamativo el hecho de que Vial critique indistintamente libros pertenecientes a muy diversos géneros literarios. Si predominan los libros de narrativa, se debe a que la novela viene siendo, desde hace ya mucho, el género hegemónico. Pero Vial es también un fino y experto catador de poesía, a la que presta una importante atención. Y entre los aquí comentados se encuentran libros de crónicas, ensayos y de otros géneros menos clasificables.
Por las mismas razones, se encuentran autores de todas las franjas de edades, nacidos en prácticamente todas las décadas del siglo XX, desde Nicanor Parra (1914) a Bruno Lloret (1990). A todos los reúne el hecho de haber publicado uno o más libros en el período comprendido (2002- 2019). Lo que se capta así es una muy concreta secuencia de la literatura chilena, que, como toda literatura, se nutre en cada momento de las aportaciones simultáneas de varios estratos generacionales en activo, y que despliega tensiones y tendencias divergentes cuando no contradictorias. Por lo demás, se trata de un tramo especialmente importante en la literatura del país, sobre todo por lo que toca a la narrativa, pues comprende, entre otras cosas, la consagración internacional de Roberto Bolaño y –en buena medida como consecuencia de los movimientos tectónicos a que dio lugar el impacto de su obra y su figura– la emergencia de al menos dos promociones de notables novelistas. Vial fue un atento observador de este fenómeno, del que dejaba constancia al criticar, en 2015, la primera novela de Bruno Lloret: «La mejor narrativa chilena la están escribiendo hoy en día los jóvenes, desplazando así a un par de generaciones de escritores que, excepciones aparte, nunca brillaron demasiado y solo se mantuvieron vigentes gracias a la persistencia». Un diagnóstico cuya severidad y dimensión polémica dependen no solo del número de las supuestas excepciones –sin duda considerable, como se desprende de tantos comentarios positivos sobre autores veteranos–, sino, sobre todo, de la extensión que Vial atribuyera al calificativo de «jóvenes», que por esa fecha bien podía amparar a autores como Rafael Gumucio, Alejandro Zambra, Álvaro Bisama y Carlos Labbé, además de nombres como los de Pascual Brodsky, Diego Zúñiga, Paulina Flores o Benjamín Labatut, todos ellos escrutados y seguidos con atención por el mismo Vial.
Esto último caracteriza a Vial como el tipo de crítico que más me interesa. Me refiero a su constante acecho de lo genuinamente prometedor. Como a todo reseñista que se precie, Vial intuía que su patrimonio como tal no se lo iban a proporcionar las críticas más estentóreas, aquellas que oponen objeciones a autores consagrados, por ejemplo, o las que celebran con efectos orquestales los grandes libros de la temporada. No: el patrimonio del crítico genuino lo constituyen los libros y autores nuevos que él supo reconocer cuando debutaron y nadie había hablado aún de ellos; los libros y autores cuyos méritos y potencialidades acertó a pronosticar. Este volumen contiene numerosas reseñas de autores debutantes cuya lectura proporcionó a Vial la satisfacción de descubrirlos y de apostar resueltamente por ellos, sin temor a equivocarse. Así, a propósito de La Antártica empieza aquí (2012), de Benjamín Labatut, escribe: «Son pocas las veces que en el oficio de reseñador de libros uno puede augurarle, con absoluta seguridad, un futuro promisorio al escritor que publica su primer libro de cuentos». Y algo muy parecido se le ve decir, años después, a propósito de Qué vergüenza (2015), de Paulina Flores: «Son pocas las ocasiones en la carrera de un reseñador de libros en que el talento de una debutante (o de un debutante) es capaz de producir un entusiasmo incontrarrestable en quien, por razones de su oficio, ha de mantener cierta mesura e incluso algún grado de permanente escepticismo. Yo solo recuerdo un par de revelaciones similares, aunque no idénticas: el caso de Paulina Flores es, por lejos, la experiencia más satisfactoria que he tenido al respecto».
Que nadie deduzca, de lo que vengo diciendo, que Vial se desentiende de la producción de los escritores más veteranos o ya consagrados. Ya se ha destacado la transversalidad de su mirada, a la que no es ajena el sentido de lo que cabe entender por «profundidad de campo», es decir, del trasfondo en que se perfila toda novedad. A este respecto, no tiene empacho en hacer juicios tan rotundos y sumarísimos como el que, a propósito de la publicación de las Obras completas de Nicanor Parra, lo mueve a decir que se trata del «acontecimiento literario más relevante de los últimos tiempos en el ámbito de las letras castellanas». O el que expresa a propósito de la publicación del primer tomo de los varios destinados a las Crónicas reunidas de Joaquín Edwards Bello: «El proyecto editorial más relevante y ambicioso emprendido en Chile no tan solo durante el presente siglo, sino en las últimas décadas». Acerca de Edwards Bello, por cierto –el único autor, entre los aquí reunidos, que no fue contemporáneo del propio Vial, dado que murió en 1968–, dice, además, que «puede que En el Viejo Almendral (retitulada más tarde Valparaíso por el autor) sea la mejor novela chilena de todos los tiempos». Un juicio sorprendente que, si bien emitido de pasada, permite intuir que, lejos del presentismo al que parece arrojarlo su tarea, Vial realiza sus apreciaciones según una escala de valores bien articulada, que remonta bastante atrás.
Como lector exigente, Vial tiende naturalmente a prestar atención a lo que él mismo considera relevante. Como crítico, sin embargo, se siente impelido a prestarla también a autores y libros que estima detestables pero que acaparan un éxito y una visibilidad que los convierte en indicadores del gusto más extendido, más conforme a los paradigmas del mercado. Lejos de obviarlos, Vial se impone la obligación de comentarlos, y lo hace sin ninguna clase de condescendencia, poniendo en juego, al hacerlo, una dureza que contrasta con su tono por lo general amable y templado. En el artículo ya tantas veces citado, sugiere Vial que desembocó en el «reseñismo de combate» poco menos que por casualidad, y que ello se debió «a que los libros fueron y seguirán siendo una parte importante de mi vida». Encuentro en estas palabras la clave de lo que Octavio Paz llamaba «pasión crítica», que poco o nada tiene que ver con ningún ánimo justiciero y sí con el gratuito y noble impulso de «defender viril y reciamente una estética», como escribiera Vial, persuadido de que en ello se juega algo que trasciende con mucho lo personal y adopta, a los ojos de quien se presta quijotescamente a la tarea, los borrosos y quizás delirantes contornos de un destino o de una «misión». Qué trastorno, sí.
En los casos frecuentes en que, dentro de este volumen, Vial comenta, en el transcurso del tiempo, tres, cuatro, hasta media docena de libros del mismo autor, cabe apreciar la progresiva destreza y finura, también la creciente seguridad y contundencia, que fue adquiriendo en el manejo de sus cualidades como reseñista; unas cualidades que se nutren de la más conspicua tradición anglosajona (con el «gordo» Cyril Connolly en la memoria) y que, en sus mejores momentos, recuerdan las breves e impagables reseñas que Borges escribió en los años 30 para El Hogar, revista destinada a la ilustración de las amas de casa argentinas, en la que el autor de Inquisiciones pulió y afiló su ironía.
¿Cuáles son esas cualidades en el caso de Juan Manuel Vial? El lector las averiguará pronto, pero me animo a destacar, por contarse entre las más raras, la afabilidad, la independencia, la elegancia, el humor y la valentía. Vial domina con maestría el arte de traer a colación –sobre todo cuando se trata de reseñar libros de poemas– citas probatorias y a menudo concluyentes. Domina asimismo el arte de la síntesis, de los paralelismos iluminadores y del detalle significativo. Y tiene la capacidad de, siempre que conviene, conectar sutilmente la obra de la que se ocupa con la realidad política, sociológica, cultural del propio país.
En este punto, no puedo menos que admirarme de la amplitud de miras con que, impermeable al esnobismo, la esmerada cultura de Vial, esencialmente cosmopolita, en absoluto estorbó, sino todo lo contrario, su aguda receptividad a los registros más díscolos, más populares, más canallas también, más radicales, más transgresores, más insensatos a veces, más justificada o cómicamente peregrinos de la compleja, llena de contrastes y recovecos y a menudo sorprendente literatura chilena, que encuentra un amplio y más que representativo reflejo en este libro. Dado que compartí con Vial el oficio de reseñista que estas páginas acreditan, creo apreciar en lo que valen el talento y la integridad, el desenfado y la cordialidad con que lo desempeñó. Pero quiero dejar constancia, además, de mis evaluaciones como lector solo hasta cierto punto familiarizado con la literatura chilena, de la que tengo un conocimiento, me temo, muy incompleto. De los 144 autores sobre los que discurren los textos aquí reunidos, habré leído algo más de una cuarta parte, casi ninguno con la exhaustividad y cercanía con que lo hizo Vial. Un cantidad suficiente, en cualquier caso, para calibrar el nivel de coincidencia que reconozco entre sus juicios y los míos propios, sorprendentemente alto. Algo que me procura una sobrada confianza en cuanto dice sobre los autores y libros que no he leído.
Pero, sin necesidad de acudir a una estadística de eventuales acuerdos y desacuerdos, esa confianza, añado, la segregan por sí mismas las reseñas en cuanto artefactos retóricos cuidadosamente medidos y eficaces. Esto último es algo decisivo. Pues el arte del reseñista es un arte de persuasión, que emite e impone su autoridad a través de su elocuencia.
Topamos aquí con un asunto peliagudo: el de si existe un criterio más o menos objetivo para distinguir al buen crítico o reseñista del que no lo es. Enfrentado a esta cuestión, acudo siempre a un artículo de Robert Musil dedicado a Alfred Kerr, uno de los más notables críticos de su época. Musil se pregunta allí qué es lo que, de cara al exterior, determina la excelencia de un crítico. A lo que se responde: «El gran talento para la crítica es un don tan raro que no se puede analizar sin extenderse enormemente. Pero, con algunas reservas, se puede resumir en esta fórmula: ¡la capacidad de tener razón!». Y, bueno, reconozco en Juan Manuel Vial esa capacidad. Tras lo cual me pregunto a mi vez: ¿y qué concede a un crítico esa capacidad, ese talento?
Me viene a la memoria una novela de Kurt Vonnegut, Barbazul (1987), dedicada al mundo del arte y de la crítica del arte. Allí un personaje le pregunta al protagonista y narrador «cómo se distingue un buen cuadro de uno malo». El narrador le dice que la mejor respuesta a esta pregunta la oyó en boca de un pintor de cierta edad a quien se la había planteado «una chica muy bonita» en un cóctel. «¡Ella tenía los ojos como platos y estaba de puntillas! Seguro que quería que él le enseñara todo sobre arte».
«¿Que cómo se distingue un buen cuadro de uno malo?», le replica el viejo pintor a la muchacha. «Lo único que tienes que hacer, querida, es contemplar un millón de cuadros, y entonces no podrás equivocarte jamás».
«¡Es cierto! ¡Es cierto!», exclama el narrador.
Es cierto, probablemente sea cierto, me digo yo. Y recordando al infatigable lector que fue Juan Manuel Vial, y navegando entre la abundancia de estas páginas, encuentro así la explicación de su discreto y sutil y certero criterio.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.