Columna de Marisol García: Kendrick Lamar, la rima en plural
El enfoque meticuloso no sólo en versos sino también en todo aquello que rodea su último lanzamiento exige, es verdad, un tratamiento a la par. Las capas sonoras de lo que se escucha corresponden a conceptos también múltiples en el apoyo audiovisual, las alusiones históricas y las innovadoras ideas con las que se busca instalar un álbum doble en el que al fin son muchas identidades las que hablan (o rapean) a través de Lamar.
Lo contundente del término -suena a algo categórico y a priori valiente- desdibuja los muchos subgéneros que en general hacemos circular como “canción política”. No se precisa que hay canciones que en realidad son más bien denuncias, manifiestos colectivos o retratos de personajes al margen del sistema que se vuelven públicos precisamente gracias al canto (nuestro “Luchín”, por ejemplo).
Cuando en 2018 Kendrick Lamar se ganó nada menos que un Premio Pulitzer a la Música -era la primera vez en 75 años que el galardón reconocía un disco que no fuese de jazz o de tradición escrita-, el rapero californiano pasó a una categoría que es justo identificar sobre todo con la mejor crónica: sus rimas y los temas que las ocupan registran ambientes, conflictos y debates de su tiempo y entorno, pero con un un talento de excepción que expone todo ello desde un distinguible (y muy incisivo) punto de vista autoral.
Del nuevo disco de Kendrick Lamar (Mr. Morale & The Big Steppers), nadie parece atreverse a escribir con ligereza. Es un trabajo “complejo, inabarcable y, al mismo tiempo, la máxima expresión de sus superpoderes narrativos”, según Rockdelux; de “naturaleza oximorónica… brillante en la ambivalencia… un disco proustiano”, para Les Inrockuptibles; firmado por quien Pitchfork llama un autor “frecuentemente asombroso, de hasta exasperante atención a los detalles”.
El enfoque meticuloso no sólo en versos sino también en todo aquello que rodea el lanzamiento exige, es verdad, un tratamiento a la par. Las capas sonoras de lo que se escucha corresponden a conceptos también múltiples en el apoyo audiovisual, las alusiones históricas y las innovadoras ideas con las que se busca instalar un álbum doble en el que al fin son muchas identidades las que hablan (o rapean) a través de Lamar. Esto es evidente incluso si no se traduce del inglés: cambia el registro vocal entre un momento y otro (en tono, en ritmo), hay climas tranquilos y otros muy tensos, y están además los llamativos videos para singles asociados.
En el de N95, el músico se muestra sucesivamente como disciplinado deportista, delincuente callejero y seudoMesías cristiano; y en el del magnífico The heart part 5 la total austeridad de la imagen por poco hace distraerse de la mutación facial que va fundiendo su rostro (deepfake mediante) con los de hombres-ícono de la cultura afroamericana (de Kobe Bryant a Will Smith).
Las rimas cierran esa propuesta -quizás imposible de sintetizar en una reseña-, a través de ideas, hastíos y traumas que el autor pone al servicio del gran relato que su cultura se ha dado. Desde la total conciencia de quiénes constituyen “su gente”, y el brillante y a la vez dolido lugar que ocupan en Estados Unidos, rapea con precisión, en triple juego de orgullo, crítica y confesión. A veces es emotivo (ahí está Beth Gibbons, de Portishead, en Mother I sober, sobre la violencia de la que fue víctima su propia madre); a veces, incómodo (la pelea de pareja a gritos recreada en We cry together). Más que un disco, Kendrick Lamar nos hace escuchar un conjunto de experiencias.