Columna de Matías Rivas: Un paseo por la literatura rusa
La guerra entre Rusia y Ucrania ha desatado la curiosidad por leer acerca de estos países. El interés radica en entender mejor el conflicto, ir a sus fuentes y ramificaciones. Una posibilidad es asomarse al enorme volumen La Revolución rusa: la tragedia de un pueblo del historiador Orlando Figes. Una investigación erudita, que narra de manera explicativa, con estilo y solvencia. Llevo un rato leyéndolo sin prisa. La sutileza de Figes consiste en hilar información con ideas. Quien desee devorarlo corre el riesgo, eso sí, de quedar atosigado.
Otros se han movidos hacia la literatura. Un amigo me cuenta cuánto ha disfrutado La muerte de Iván Ilich, una de las obras finales de Tolstói. En apariencia es la vida de un burócrata ambicioso azotado por un golpe letal del azar que lo lleva a un declive fatal. En el fondo, es un tratado sobre la muerte y la soledad. Él lleva un tiempo obsesionado con descifrar la trama rusa a través de ciertos libros breves. Con Morfina, la novela corta de Mijaíl Bulgákov, se deslumbró. Difícil no quedar seducido por la evasión a través de una droga. Su trama: un tipo que sufre insomnio se entrega a la morfina para sumirse en el sueño y así ver su intrínseca crueldad. El tema del doble está planteado con maestría. Le he advertido, en todo caso, que es un camino con interminables vericuetos. Solo es posible acercarse a esa cultura de forma parcial. Su andamiaje es remoto; los dramas incubados en la Edad Media todavía palpitan a nivel moral en Moscú. Lo que está sucediendo en el conflicto está directamente conectado con esa fibra. Hay que remontarse a Rus de Kiev, una federación de tribus eslavas que dominó gran parte de la estepa europea entre los siglos IX y XIII. La dinastía rúrika cambió el paganismo eslavo por el cristianismo ortodoxo en el año 987. Esta cultura común soportó sucesivas invasiones y se mantuvo por siglos, más allá de si el dominio era lituano, polaco o del Imperio ruso.
Luis Buñuel, en sus memorias, señala que hay un oculto lazo entre los españoles y los rusos. Lo haría extensivo hacia los latinoamericanos. Tal vez lo que nos liga es un culto a lo irracional y lo trágico. Hace poco leí Mi Pushkin de Marina Tsvietáieva. Trata de las lecturas secretas de esta poeta. Habla de su infancia y, por cierto, del autor que da título al libro. Escrito en una prosa arrebatada, es imposible olvidar su tono íntimo. La ferocidad y sofisticación del mundo que le tocó habitar.
Durante los años en la universidad mi pasión por la lingüística me llevó a pasarme horas estudiando a Roman Jackobson, a Vladímir Propp, a Viktor Shklovski, que abrieron mi mente. El formalismo era una disciplina para analizar que me permitió saber, entre otras cuestiones, la fuerza inusitada de las rimas y qué es el extrañamiento. Supe de los cuentos y de la mitología rusa tradicional. Y pude discernir las funciones del lenguaje con nitidez. Son asuntos que suenan raros, pero que son verificables en la realidad, que sirven para no caer en las trampas de los discursos y los trucos de la retórica. Es una teoría que permite tomar distancia de las palabras. Y que compromete una especial atención sobre la musicalidad de los poemas. Me ayudó a descubrir a Ósip Mandelshtam y a Anna Ajmátova. Tenían una visión de cómo enfrentarse a su idioma: optaban por lo claro con el afán de conmover.
Días atrás vi en una vitrina Zoo o cartas de no amor de Shklovski. Estaba fuera de circulación y recién vuelve a reeditarse. Es un relato de amor basado en la relación que tuvo con Elsa Triolet, una intelectual exiliada en París, que fue musa del surrealismo y un mito. En él se mezclan el ingenio y lo sentimental. Está armado por una serie de cartas con una prohibición expresa: no referirse al amor, ya que no era correspondido por ella. Entonces se dedica a contarle a su destinataria lo que ve, piensa y sucede. Su vida en Berlín y la de otros que viven en sus mismas condiciones. Lo eludido, el deseo, está presente en cada página. Shklovski es un observador capaz de retratar una época por medio de detalles e incidentes. Especula lo justo y captura con sus descripciones visuales. Uno ve lo que expresa.
El carácter ruso, sus leyendas, religiones y vínculos estrechos con Oriente son de una complejidad insondable. Intentar rastrearlos es una tarea tan tentadora como infinita. Antes era lectura obligatoria Crimen y castigo de Fiódor Dostoievski. Produce una perturbación que con el tiempo se convierte en una sensación metafísica. Luego mis relaciones con Dostoievski se enturbiaron por la influencia de Vladimir Nabokov, que lo despreciaba. Volví a Crimen y castigo ya de adulto, luego de pasar por Memorias del subsuelo, El jugador, y El idiota. Me hastié con Los hermanos Karamazov. Mi verdadero hallazgo de juventud, en rigor, fue Oblómov de Iván Goncharov. Su protagonista practica la duda y la procastinación, no sale de su pieza. Es una ficción genial, sobre los escrúpulos vistos con una perspectiva filosófica y humorística.
El más occidental de los escritores clásicos rusos es Iván Turguénev. Fue amigo de Henry James y de Gustave Flaubert. Padres e hijos es una obra pertinente para estos tiempos. Aborda el tema generacional, las diferencias ideológicas y las posiciones políticas encontradas. Su prosa es tersa y exacta. Delinea a los personajes hasta convertirlos en inolvidables. Bolaño dice, en una crónica, que la novela Rudin de Turguénev lo obsesionó. La leyó a los dieciocho años. Y no se la podía sacar de la cabeza. “Sin ninguna duda es una de las novelas más tristes que he leído en mi vida”, anota.
Vuelvo a los ensayos de Joseph Brodsky a menudo. Susan Sontag celebra su facultad para ubicarse en dos imperios a la vez: el americano y el ruso. Subraya su temperamento cosmopolita. Se lo podía leer en dos lenguas. Brodsky insistía que el trabajo de la poesía era revisar la disposición del lenguaje a viajar más lejos y rápido. En su ensayo Cómo leer un libro sostiene que el único “modo de conseguir un buen gusto literario reside en leer poesía”. Pues “constituye el modo más conciso, más sintético de expresar la experiencia vital, sino que permite, asimismo, la mayor creatividad en un acto lingüístico. Cuanta más poesía leemos, más aborrecible nos resulta cualquier tipo de verborrea, tanto en el discurso político o filosófico, como en los estudios históricos y sociales, o en el arte de la ficción. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, de la rapidez y de la lacónica intensidad de la dicción poética”.
Lo ruso está en el engranaje de la tradición chilena. Hay traducciones de poesía realizadas por Nicanor Parra y Jorge Teillier. Ninguno de los dos sabía el idioma, no obstante, se las arreglaron para sacar sus versiones. El primero, hizo una memorable antología y, el segundo junto a Gabriel Barra, sacó Las confesiones de un granuja de Serguéi Esenin. La irradiación de Máximo Gorki sobre autores como Gabriela Mistral es central. La generación del cincuenta tuvo particular predilección por Chéjov y Gogol. A este último, Claudio Giaconi, en su mejor etapa, después de publicar La difícil juventud, le dedicó una monografía titulada Un hombre en la trampa.
Los ecos de la tradición rusa no paran, solo se agitan. El éxito de Limónov de Emmanuel Carrère produjo que cobrara relevancia su protagonista. El Premio Nobel a la cronista Svetlana Alexiévich fue una revelación. La guerra no tiene rostro de mujer recoge los recuerdos de aquellas que estuvieron en la Segunda Guerra. Mostró un espectro desconocido de ese conflicto. En este momento se encuentra exiliada en Alemania. “Tuve que salir corriendo de mi país, abandonar Bielorrusia, y en mi piso de Minks se quedó el libro que estaba escribiendo sobre el amor”, cuenta en una entrevista reciente. Confiesa que quería escribir dos libros más: terminar el pendiente y hacer otro del sentido del tiempo, la vejez y la muerte. Sin embargo, en estas circunstancias, está dedica a recoger material de testigos de los crímenes humanitarios de Bucha, Ucrania.