Las portadas de los diarios en esos días de la veintena de agosto de 1911 llevaban una noticia que sorprendió a los parisinos. Como asegura un artículo de la BBC, el lunes 21 de agosto de ese año, un hombre ingresó al museo del Louvre, en la ciudad luz. El asunto es que como la mayoría de los museos del mundo, los lunes se encontraba cerrado. Solo al día siguiente, cuando se abrió, los vigilantes notaron que faltaba la Gioconda, el cuadro de Leonardo da Vinci que pintó entre 1503 y 1519.
El hombre que había entrado el día antes la había robado.
Era la primera vez que el famoso retrato sufría alguna intervención de terceros, como lo que ocurrió este domingo 29 de mayo, cuando un sujeto le arrojó un dulce tortazo al cuadro, que no resultó con daños debido a que tiene un cristal a prueba de balas que lo protege.
Pasaban los días, y no había un sospechoso cabal del robo. En una época en que no existían cámaras de vigilancia, no había cómo obtener un registro del ladrón. Sin embargo, la policía fijó sus miradas en dos hombres: el poeta francés Guillaume Apollinaire y el pintor español Pablo Picasso.
El primero fue apuntado debido a su cercanía con Gery Piéret, culpable de haber robado anteriormente tres estatuillas del Museo del Louvre, dos en 1904 y una en 1911 (aunque esta la devolvió). Esposado y tembloroso, Apollinaire inculpó a Picasso, quien le compró a Piéret las dos estatuillas robadas de 1904. En base a ellas, pintó una de sus más famosas obras: Las señoritas de Avignon.
Picasso fue detenido en calidad de sospechoso. Sin embargo, sometidos a careo, al futuro autor de Guernica no le tembló nada para negar a su amigo y afirmarle a la policía que no lo conocía. Ante la falta de pruebas contundentes contra ambos, quedaron en libertad. Sin embargo, la amistad entre ellos se resintió y nunca volvió a ser la misma.
Pero mientras la Gioconda seguía desaparecida, su popularidad comenzó a crecer. Pese a que el Louvre guardaba obras notables del arte, como la escultura Venus de Milo, de Alejandro de Antioquía; el cuadro La libertad guiando al pueblo, de Delacroix, y La balsa de Medusa, de Gericault, el retrato de Da Vinci generó un efecto inesperado. “Aparecía en noticieros cinematográficos, cajas de chocolate, postales y vallas. De repente se transformó en una celebridad al estilo de estrellas de cine y cantantes”, señaló Darian Leader, autor de Robando la Mona Lisa: lo que el arte no nos permite ver.
Un motivo patriótico
Dos años después, en 1913, los visitantes del Louvre contemplaban el espacio vacío en que originalmente se ubicaba el cuadro. De hecho, según consta National Geographic, ya se le había retirado del inventario del museo porque sencillamente se le había dado por perdido. No existían pistas para dar con su paradero.
Hasta que llegó una.
En diciembre de 1913, una carta comenzó a llegar a los directores de las galería de arte de Florencia, en Italia. La firmaba un tal “Leonardo”, y aseguraba tener la Mona Lisa original que había sido robada desde el Louvre. La mayoría pensó que se trataba de un simple deschavetado intentando una jugarreta. Pero el director de la Galería de los Uffizi sospechó. Contestó la misiva y se mostró interesado. En una de esas se trataba del cuadro real.
Por ello, fijó una reunión con “Leonardo” en un hotel de la ciudad con el fin de ver si todo era cierto. Y lo era. El director pudo constatar la autenticidad del cuadro. Ante eso, el ladrón pidió precio: 500.000 francos. El mandamás de la galería quedó de pensarlo y luego concertaron una cita posterior, para el 12 de diciembre de 1913.
Llegado el día, apareció “Leonardo” con el cuadro, el director de la galería Galería de los Uffizi, y con ellos aparecieron efectivos de la policía italiana que cogieron al ladrón. Ahí reveló su nombre, era un italiano y se llamaba Vincenzo Peruggia.
Peruggia no era un experto en arte ni menos un ladrón profesional. Lo suyo había sido una casualidad. Había trabajado en el museo, de hecho él fue quien había colocado una caja de cristal de protección, por lo que la conocía bien. El día del robo, a las 7 de la mañana, ingresó al museo disfrazado como personal de restauración, y con un destornillador sacó el cristal y se llevó el cuadro. En su casa, la protegió con un terciopelo rojo.
Curiosamente, el motivo de robo no tenía que ver con una mera sustracción. Una vez detenido, Peruggia confesó ser un patriota que quería devolver el cuadro a Italia, su país de origen. Dio por hecho de que la Gioconda había sido sustraída -junto a otras obras de arte- durante la campaña que Napoléon Bonaparte llevó a cabo en Italia, entre 1796 y 1796, cuando el corso era un ascendente general de artillería. Faltaban unos años para que fuera el Emperador de los franceses.
Efectivamente, el saqueo por parte del ejército napoleónico ocurrió, tal como señala la periodista estadounidense Sharon Waxman en su libro Saqueo - El arte de robar arte (Turner, 2011), en que indagó por los robos de arte durante las guerras europeas. “(Los franceses) trajeron piezas que eran consideradas la cumbre de la belleza artística: el Apolo de Belvedere y el conjunto escultórico de Lacoonte, tomados de la colección papal del Vaticano; el Galo Moribundo, arrebatado al museo Capitolino de Roma; los cuatro caballos de la catedral de San Marco en Venecia”. Esto, sin contar las obras y piezas arqueológicas que Bonaparte saqueó posteriormente desde Egipto, en su campaña de 1798 y 1799.
Al momento del robo, en 1911, Italia llevaba solo 50 años como reino unificado (aunque el proceso se consolidó recién en 1870, con la captura de Roma), bajo la monarquía de los Saboya. Peruggia, de algún modo, se hizo eco del movimiento nacionalista. Sin embargo, lo cierto es que le habían faltado clases de historia. La Gioconda no había sido sustraída por Napoléon, sino que había sido comprada directamente por el rey francés Francisco I. Da Vinci había pasado sus últimos tres años de vida en Francia, en el Castillo de Clos-Lucé, en la región del Loira, en el centro del país. En la cabecera de su cama se encontraba su retrato Madonna Elisa Gherardini, la Mona Lisa. En esos años fue cuando el monarca la compró.
Peruggia fue enjuiciado en junio de 1914, aunque tuvo una pena muy menor: siete meses y ocho días de cárcel, pero fueron descontados del tiempo que ya había pasado en prisión así que quedó libre. La Gioconda estuvo un tiempo en la Galería de los Uffizi, luego se expuso en Florencia, Roma y Milán, donde numerosos visitantes curiosos pasaron a verla. El 4 de enero de 1914 regresó a París entre vítores. Sin embargo, pocos meses después estallaría la Primera Guerra Mundial, y el asunto quedó empolvándose en el olvido.
Los otros atentados
El robo de 1911 no fue la única vez en que la Mona Lisa estuvo en peligro. En 1956, fue atacada dos veces. En la primera, un hombre le lanzó ácido al cuadro y dañó su parte inferior; luego, un pintor boliviano, Ugo Ungaza Villegas, le tiró una piedra, el que destrozó el cristal protector y desprendió un trozo de pigmento del codo izquierdo del cuadro.
Posteriormente, en 1974, La Gioconda fue atacada mientras estaba de gira por Japón. Fue en el Museo Nacional de Tokio cuando una mujer le arrojó pintura roja como protesta por la ausencia de accesos al museo para personas discapacitadas. Pese a ello, la pintura no resultó con daños.
Luego, hay que remontarse a 2009, cuando una mujer rusa le arrojó una taza de cerámica comprada en la tienda de souvenirs del museo, en protesta por la denegación de su solicitud de ciudadanía francesa. Al igual que en esta última ocasión, tampoco resultó con daños.