Incluso antes de ver Elvis —llega a salas chilenas el próximo jueves— sé que lo más probable es que no me va a gustar.
No es un problema con su director, el australiano Baz Luhrmann; el elenco escogido (destaca Tom Hanks como el Coronel Parker) ni menos —faltaría más— desinterés en la historia o el cancionero aludido (todo lo contrario). Es un recelo, ya asentado, hacia el género en el que el nuevo filme se inserta, o más bien el tipo de narrativa que hace años viene dándoseles a aquellos guiones que, por fuera del documental, llevan biografías de músicos al cine. La progresión de ascenso sin desvíos, los énfasis en conquistas materiales (el éxito contable y medible), el maniqueísmo ramplón entre fuerzas opuestas, la maqueta tosca de protagonistas y asociados, la calculada candidez con que suele aparecer el romance como salvataje existencial, la fama como bálsamo para inseguridades íntimas; en fin: la fórmula se hace rápidamente evidente, y ha convertido incluso a los más complejos ídolos en seres predestinados hacia una gloria sin mácula, dudas ni tiempos muertos.
Es la música como carrera, y nunca como oficio, la que aparece en esos filmes predecibles incluso en su épica y sus escenas cumbre.
En el extenso recuento de biopics (biographical pictures) que valgan el tiempo y la atención, por cierto figuran algunos en homenaje a compositores (Amadeus, 1984), instrumentistas (Bird, de Clint Eastwood), cantantes (La Bamba, 1987) y vocalistas de banda atormentados (Control, 2007). Ha habido, también, películas particularmente ingeniosas que emplean la guía intermitente de una biografía célebre: la lúgubre cuenta regresiva vital de Kurt Cobain según Gus Van Sant (Last days, 2005); ¡cinco! actores (y una actriz) haciendo de Bob Dylan (I’m not there, 1997); y el modo insólito (e hipnótico) en el que Todd Haynes contó el drama de Karen Carpenter empleando sólo muñecas Barbie (Superstar, 1988).
Pero, en general, ni el protagonista más carismático (Dennis Quaid como Jerry Lee Lewis; Gary Oldman disfrazado de Sid Vicious) ni la más talentosa (Diana Ross en el papel de Billie Holiday, en 1972) consiguen salvar cintas que esencialmente desdeñan el sinfín de matices del iryvenir creativo, simplifican la persistencia que supone una vocación, y separan dificultades y triunfos como etapas cronológicas sucesivas (cuando, en realidad, suelen ser más bien capas superpuestas en simultáneo).
Esa épica edulcorada de superar incomprensión familiar y drogas de Rocketman; ese trato maniqueo con la industria de Bohemian Rhapsody; ese querer retratar a una generación que no se entiende, de Oliver Stone en The Doors. Más que los grandes relatos apologéticos, funcionan los que acotan su tratamiento a conflictos particulares, reveladores de lo que alrededor del éxito suele silenciarse, como por ejemplo la salud mental de Brian Wilson en la muy recomendable Love & Mercy (2014). Un buen biopic musical no es la exposición impecable de una vida completa, sino aquel que le deja un respetuoso espacio a lo que precisamente hace inasible el talento musical, que es su misterio.