Ivan Jablonka, historiador: “Cuando decimos ‘víctima’, olvidamos todo lo demás”
El académico y autor francés habla de Historia de los Abuelos que No Tuve, volumen que incorpora lo personal y lo familiar a la escritura histórica. También, del libro que dio pie a Laëtitia, la serie de HBO Max, y de su inhabitual práctica de estudiar las masculinidades. He acá un feminista que no pretende aleccionar a las mujeres (ni a los hombres).
Todo comenzó cuando Ivan Jablonka (París, 1973) quiso entrevistar a su padre, según cuenta vía remota el propio historiador, escritor y académico. Dice que, tras convertirse él mismo en papá de tres niñas, les quiso contar la historia de su familia, “para que supieran de dónde venían”. Quería escribir un libro sobre su progenitor, quien “siempre nos contó sobre su infancia como huérfano en hogares comunistas judíos y siempre habló de ello con alegría y con humor”. El problema se presentó al preguntar por los padres de su padre: “Me di cuenta de que él no sabía nada de ellos. Hice preguntas, y cuanto más medía su ignorancia, más quería ayudarlo a responderlas. Así, me metí en el juego: trataba de comprobar esto, encontraba esto otro, y todo eso se terminó convirtiendo en el libro”.
El libro se llama Historia de los abuelos que no tuve, se publicó originalmente en 2012, y 10 años después se edita en Chile, consagrado ya como un esencial de una bibliografía singular. Dar vida a los abuelos paternos, una pareja de judíos-polacos enviados en 1943 al campo de Auschwitz, significó armar un rompecabezas, pero también triunfar sobre el olvido. Un acto de reparación y una historia que compromete al historiador que la investiga.
Otro acto de esa especie fue el que acometió Jablonka con Laëtitia o el fin de los hombres (2016): mezcla de ensayo, investigación y crónica que muchos leyeron -y algunos premiaron- como novela, el volumen se basa en un crimen que en 2011 estremeció a la sociedad francesa y que enfrentó al Presidente Sarkozy con la judicatura: la violación y asesinato de Laëtitia Perrais, joven de 18 años víctima de un hombre que cortó su cuerpo y repartió los pedazos. Un éxito editorial que dio pie a una serie de seis capítulos que puede verse en HBO Max (Laëtitia, 2019), y donde la brutalidad y el sino trágico conviven con la alegría y la felicidad que Laëtitia también llegó a conocer.
¿No le complica estar personalmente expuesto en su obra?
Es importante responder a las preguntas que nos hacemos: las preguntas que nos persiguen, que nos habitan. Tengo la suerte de poder responderlas como historiador. Muchas personas no tienen esa suerte, porque no tienen la técnica para acceder a archivos o a testimonios. He tenido esa oportunidad y por eso me siento tan cercano a los lectores argentinos y chilenos: sé que en muchas familias está presente la cuestión de los desaparecidos. No es el mismo contexto, pero su destino despierta preguntas que aún se hacen miles de chilenos o argentinos que viven una doble injusticia. Primero, por tener familiares que han desaparecido y, luego, por no poder saber qué ha sido de estas personas. Yo entiendo perfectamente este sufrimiento. Ese doble sufrimiento también es mío, es nuestro, y quería responder a este sufrimiento con una investigación histórica.
Su “estilo heterodoxo”, como lo ha llamado, no le hace el quite al “yo” ni al tiempo presente. ¿Qué posibilidades le ha abierto? ¿Cuáles son sus limitaciones?
Es cierto que no hay muchos historiadores o sociólogos que digan “yo”. Pero cuando estás investigando acerca de tus abuelos, es difícil fingir que no tienes conexión con tu tema, así que, cuando hice este trabajo, era historiador e investigador, pero al mismo tiempo era nieto de mis abuelos e hijo de mi padre. Traté de ser todas esas cosas a la vez. A decir verdad, cuando hacemos historia o sociología, siempre hay un vínculo entre nosotros y el tema que nos interesa. Muy a menudo los historiadores del comunismo son excomunistas, como François Furet [El pasado de una ilusión]. Cuando vemos los trabajos sobre historia de las mujeres o del feminismo, el 95% está escrito por mujeres. No es casualidad.
Ahora, hay razones para tener cuidado. Por ejemplo, hay que tomar distancia. En mi libro no digo que mis abuelos fueron héroes ni me pongo a llorar. Traté de tener una distancia que fue posible por el hecho de que habían muerto hacía tiempo: son tanto mis abuelos como unos completos extraños. Y luego está la distancia política, lingüística, sociológica entre mis abuelos y yo. Ellos eran comunistas, por ejemplo, y el Muro de Berlín cayó cuando yo tenía 16 años, así que el comunismo y yo... bueno… ¡en fin! Hablo francés e inglés, y ellos hablaban polaco y yiddish, así que no tenemos un idioma en común. Además, soy un historiador titulado y ellos eran artesanos casi sin diplomas. Esas distancias me permiten decir “yo” sin peligro para la objetividad ni para la neutralidad del trabajo de historiador.
Usted definió Laëtitia o el fin de los hombres como una investigación, no obstante recibió premios a mejor novela. ¿Cómo entiende la literatura?
Es cierto que cuando me premiaron por Laëtitia me sorprendió, porque ante todo soy historiador. Desarrollo una obra literaria, claro, pero esa es una consecuencia de mi investigación. Y cuando estoy haciendo una investigación, tengo que inventar una forma particular para esa investigación, y esa forma particular es literaria. Se trata de una larga cadena al final de la cual está la literatura. Entonces, cuando digo que soy historiador y escritor, la gente me pregunta si escribo novelas históricas. No, para nada, y eso se debe principalmente a que tengo una concepción de la literatura como algo no ficcional.
¿Qué es la literatura para mí? En primer lugar, un trabajo centrado en la forma, y un trabajo centrado en la forma es, por ejemplo, la investigación. En segundo lugar, la literatura es una forma de narrar, una forma de contar cosas con una cierta trama, un cierto ritmo, una cierta atmósfera. Es un trabajo con el lenguaje para usar palabras y oraciones plenamente adecuadas.
Por último, la literatura es el hecho de tener varias voces: mi voz, pero también la voz de los desaparecidos, de los testigos, de las personas que conocieron a mis abuelos. La literatura es tener y es escuchar todas esas voces en torno nuestro. Ahora bien, he dado varias definiciones, pero no he dicho “ficción”. La literatura es imaginable sin ficción, y esa es mi concepción: soy historiador, soy investigador, hago literatura y no voy a hablar de ficción.
Hay una escena de la serie Laëtitia en que un fiscal dice que todo el mundo habla de víctimas: que “la víctima” se ha convertido en una idea, más que en una persona.
La palabra víctima se ha convertido en un paradigma, en algo muy general que nos permite pensar en muchas experiencias. Por eso no la uso. ¿Es Laëtitia una víctima? Por supuesto que es víctima de violencia masculina: es víctima de su padre, de su padre adoptivo, del hombre que la mató. Es una víctima de la sociedad, pero es también muchas otras cosas. También es una joven valiente, con gran fuerza moral. Leticia, en latín, significa alegría, y ella era una chica alegre, feliz. Cuando decimos “víctima”, olvidamos todo lo demás: Laëtitia también era una mujer enamorada, una adolescente que trabajaba, una chica valiente que imaginaba su futuro y que se estaba independizando. Creo que la palabra más apropiada para ella es “desaparecida”. Es una palabra tan hermosa, tan profunda, que existe en todos los idiomas y expresa la idea de que había alguien y que esa persona ya no está; no necesariamente porque sea una víctima, sino porque se ha ido, y hay que ayudarla a existir de nuevo.
Una nueva civilidad sexual
“Como historiador, estudio lo masculino, y estudiar lo masculino es un enfoque feminista”. Autor de Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades (2020), Jablonka ha contado su propia historia y ha parido variadas reflexiones sobre lo que significa ser un hombre. Una reflexión que, en sí misma, “es bien poco viril”, como escribe en Un garçon comme vous et moi (“Un muchacho como usted o como yo”, 2021).
“Soy feminista, pero no necesito ir a asociaciones feministas”, afirma. “No necesito ser activista, porque ese no es mi lugar. Mi lugar es escribir libros, hablar y enseñar. Así que, cuando la gente me pregunta qué pienso, lo digo. Y, tal vez, pueda servir de modelo para otros hombres o para niños”.
Ud. menciona tres hombres que arruinaron las vidas de Laëtitia Perrais y de su hermana gemela, pero hay otros hombres que van en la dirección contraria. ¿Ve acá un estudio de la masculinidad, como el que haría en Hombres justos?
En ese libro me pregunté por la masculinidad: ¿es necesariamente injusta? ¿Estamos rodeados de hombres violentos, de violadores, de manipuladores que destruyen a las mujeres? Y la respuesta es no, por supuesto. Hay diferentes tipos de masculinidad, y la masculinidad puede asociarse con la injusticia o con la justicia. Son cosas distintas. Los hombres que Laëtitia conoció fueron injustos, violentos, manipuladores, y la destruyeron en 18 años. Lo paradójico, y también perturbador, es que tras su muerte fueron los hombres quienes trataron de restaurarle la justicia y la dignidad.
Ser biológicamente un hombre, ¿cómo se aviene con ser justo?
La biología es importante en nuestras vidas, pero no decisiva. En promedio, los hombres secretan más testosterona que las mujeres, pero eso no significa que sean necesariamente más violentos. Es posible tener una forma de control de la violencia, de la agresividad, de los impulsos, pues de lo contrario todos los hombres serían asesinos y violadores. Los hombres no están condenados a ser agresivos, violentos, dominantes. Esta es la diferencia entre sexo y género. Simone de Beauvoir, en El segundo sexo (1949), hizo esta revolución intelectual: marcó una diferencia entre sexo y género, entre una biología y una cultura. Tan pronto como aceptamos esta revolución intelectual, todo es posible para inventar nuevas masculinidades.
¿Qué importancia atribuye a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres?
Las mujeres y los hombres tienen, obviamente, diferencias biológicas, pero tienen mucho más en común: comparten la misma organización fisiológica, perciben a través de sus cinco sentidos, tienen las mismas necesidades emocionales y sociales, y la misma inteligencia. Sin embargo, las sociedades gastan mucha energía en “codificar” los dos sexos, en desarrollar culturas de género diferenciadas. La orden de género le recuerda a cada quien sus obligaciones. Por ejemplo, un hombre puede llegar a la oficina con un vestido floreado, pero lo normal es que sea recibido con sorpresa o con desprecio. No creo que el patriarcado sea un resultado de nuestra biología, sino más bien de normas, leyes y costumbres. Esto debería hacernos ser optimistas: lo que la cultura ha hecho, la cultura puede deshacerlo.
Catherine Deneuve, junto a un centenar de francesas, firmó en 2018 un manifiesto que defiende la galantería y critica el movimiento Me Too. ¿Cuál fue entonces su impresión? ¿Cree en una nueva civilidad sexual?
Esa carta tiene aspectos lamentables y desafortunados, que con razón conmocionaron a millones de mujeres. Las firmantes defendieron el derecho a importunar, pero importunar no es un derecho: no tenemos derecho a importunar a la gente y no tenemos derecho a acosarla.
Sobre la civilidad sexual, es la forma en que las relaciones íntimas se codifican, organizan, instituyen: cómo nos encontramos, cómo nos hablamos, cómo nos seducimos, cómo nos besamos y cómo hacemos el amor. ¿Tenemos derecho a ser galantes? ¿Tenemos derecho a seducir? ¿Tenemos derecho a piropear? Como los legisladores no pueden pronunciarse sobre todo, tenemos que pensar colectivamente en lo que podríamos llamar la nueva civilidad sexual: cómo las personas se conocen, cómo socializan y cómo, a veces, tienen relaciones íntimas.
Una pregunta que me hago en Hombres justos es si podemos piropear todo el día a una mujer con la que trabajamos. ¿Es posible, en nombre de la galantería? La respuesta, por supuesto, es no. No es posible pasarse el día llenando de cumplidos a una mujer, en el contexto del trabajo o del espacio público, porque eso se convierte en acoso. En esta nueva civilidad sexual, debemos pensar en el consentimiento y cómo este se expresa. Cómo decimos sí, cómo decimos no, cómo expresamos nuestro deseo. Todo esto es parte de lo que llamo la masculinidad del respeto: una masculinidad derivada del movimiento Me Too que trata de instalar la libertad y la igualdad en las relaciones íntimas.
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