Después de dos horas y media de película, la duda persiste. ¿Tendrá algún impacto en las audiencias jóvenes el retrato del rey del rock según Baz Luhrmann? ¿Resucitará gracias a la cinta con ritmo de videoclip y una frenética banda sonora? ¿Repetirá el efecto de la biopic de The Doors (1991), que introdujo a Jim Morrison a una nueva generación?
Elvis se inclina por el retrato del rey en la mirada del coronel Tom Parker, un tahúr de ferias devenido en manager, negociador de un insólito acuerdo 50 y 50 con la mayor estrella solista que ha existido. La trama simplifica la compleja trayectoria del astro plagada de los mayores fulgores y sombras, con Tom Hanks naufragando estrepitosamente en su versión de Parker entre maquillaje, prótesis y un exagerado acento holandés. Basta chequear entrevistas en Youtube del personaje original para constatar la caracterización inverosímil, pero funcional al vértigo de carrusel y cabaret de la cinematografía de Luhrmann.
La torpeza de Hanks se sobrelleva gracias a la intensa encarnación de Austin Butler, asumiendo a Elvis con un apronte similar al de Diego Boneta como Luis Miguel: humaniza una figura extraordinaria y carismática, a la vez caricaturesca y hermética. Sin embargo, Luhrmann aborta parte de la misión al sobrevolar apenas sus demonios, sugiriendo a trazo grueso que Elvis sucumbió por consagrarse al público. Reduce su muerte del 16 de agosto de 1977 a un problema cardiaco, un eufemismo considerando los detalles de la autopsia. A los 42 años padecía arteriosclerosis y daño hepático, mientras la materia fecal bloqueaba sus intestinos, producto de una dieta de 22 mil calorías diarias que elevó su peso a 159 kilos. El régimen de narcóticos era igualmente demencial. El año de su muerte consumió 199 recetas.
El Elvis de Luhrmann se conmueve por los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, como deja pasar su rechazo a los hippies, Los Beatles y la simpatía por Nixon, incluyendo una desconcertante visita a la Casa Blanca.
“Un hombre negro le enseñó a cantar y luego fue coronado rey”, acusa Little Richard en Elvis is dead (1990) de Living Colour, reflejo del resentimiento afroamericano por apropiación cultural compartido por otras leyendas como Ray Charles. En ese sentido, este Elvis hace las paces con la comunidad reivindicando y tributando la importancia de la música y la cultura negra en su formación, impresos en el desparpajo en el vestir y la gestualidad sin las ataduras propias de su piel blanca, liberando salvaje erotismo con impacto directo en el público femenino, desbordando deseo y desenfreno.
A Presley le seducía tanto el góspel, el blues y el R&B, músicas sureñas espirituales, trágicas y cachondas, como la melancolía del country, que en la película sólo tiene cabida en el inocuo Hank Snow, la estrella a la cual Elvis opacó como telonero, registrando el quiebre generacional pionero que protagonizaba.
En el ánimo por sobredimensionar la raíz negra para simpatizar con el presente, junto con relegar otras facetas de su acervo artístico, este retrato del rey del rock achata su carácter y atenúa las penumbras. A cambio, Baz Luhrmann logra el milagro de revivir su magnetismo, sintetizando la grandiosidad, la parodia y el encanto de la estrella rock.
¿Podrá interesar a nuevas generaciones? Poco importa. Este desconocido para los jóvenes revive en una versión donde se extingue por sus fans. Para quienes aún creemos en él, resuena como un evangelio. Si carece de sentido, se disfruta como un dogma.