Columna de Marisol García: Pop-selfie: Mira, mira, mira ahora
La largada de la gira mundial Motomami —con parada en el Movistar Arena de Santiago, el 28 de este mes— ha mostrado a Rosalía en una innovadora complicidad con los teléfonos de su audiencia. Si no puedes contra ellos, que al menos capten tu mejor ángulo, parece ser la apuesta. La barcelonesa canta, baila y posa con similar concentración, y a falta de una banda en escena (pues todo son pistas pregrabadas), del espacio se apropian intermitentemente camarógrafos y fotógrafos autorizados.
Sombra aquí y sombra allá. La canción popular también es pose. Miradas, pucheros, caderas y aquel vestido que nunca estrenaste y estrenas hoy: sinfín de gestos frente a una cámara han definido el recorrido visual de un género hecho de sonidos, aunque apoyado en íconos que dirigen sus énfasis más a la vista que al oído. En videoclips, una extensa galería de hitos, de la lágrima bajo la calva de Sinead O’Connor a la mano de Beyonce que gira incansable esperando su anillo de compromiso (“o-oh-oh…”). En algunas carátulas, la ropa indicada consiguió la inmortalidad. Come on, vogue.
Por eso es pelea perdida la de algunos músicos contra los celulares en concierto. “¿Estamos aquí para tocar o para posar?”, interrumpió, molesto, hace un par de años Bob Dylan un show en Viena con demasiados teléfonos alzados frente a él. En su venidera gira británica, el cantautor los ha prohibido: quien entra debe depositar el suyo previamente en una bolsa sellada (lo habían hecho antes Alicia Keys y Madonna). “Odio llamar así a una leyenda, pero vaya boomer. ¿Es que no tiene a nadie cerca que le diga que el posteo de los fans es promoción gratis?”, escribe sobre la noticia un columnista sub-30. Ya está: The times they are a-changin’.
Con variaciones, también Jack White, Kate Bush, Tool y My Bloody Valentine han intentado que en sus conciertos se les escuche con los sentidos puestos en las sutilezas de lo irreproducible. Pero una cultura que en las décadas predigitales alimentó la lógica indisoluble del ser y el parecer no tiene ahora cómo escapar de la imposición de la selfie. Posas, luego existes.
La largada de la gira mundial Motomami —con parada en el Movistar Arena de Santiago, el 28 de este mes— ha mostrado a Rosalía en una innovadora complicidad con los teléfonos de su audiencia. Si no puedes contra ellos, que al menos capten tu mejor ángulo, parece ser la apuesta. La barcelonesa canta, baila y posa con similar concentración, y a falta de una banda en escena (pues todo son pistas pregrabadas), del espacio se apropian intermitentemente camarógrafos y fotógrafos autorizados a oficializar la dinámica de stories que de todos modos iba a suceder, con o sin su consentimiento. Al inicio de “Bizcochito”, el público espera un gesto marcado, como prehecho para stickers de whatsapp. Imbuida en su papel, Rosalía se ve encantada de regalar el souvenir.
Músicos nacidos antes de 1990 se dicen descolocados ante la creciente importancia de TikTok como herramienta promocional. Los demás hacen jugar a su favor su lógica de música en extractos, de intimidad amplificada, de humor naïf y autoexhibición impúdica. En la app se adelantan discos y prueba la suerte de singles por venir. Y cómo juzgarlos. Con más o menos tino, ¿acaso no somos ya todos dóciles a nuestra ubicación social o profesional desde el autobombo en redes? Hasta los dichos políticos imprudentes de la semana en Chile mostraban a un ministro en Twitch con un calendario con su propia foto como único fondo. La música pop, que nunca tuvo conflictos con alimentar su propia estampa, no hizo más que adelantarse.
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