Cami - Anastasia
“Este disco ha sido tremendamente terapéutico para mí”, declara Cami en Apple Music, “porque me permitió alquimizar el dolor”. Lo que sea que implique, redunda en un álbum desconcertante. Anastasia, alusivo a su segundo nombre, es una crónica personal dominada por el desamor, un álbum conceptual y ambicioso, formato abordado en los últimos años por otras figuras del pop chileno como Camila Moreno en Rey (2021) y Mon Laferte en Norma (2018). La artista viñamarina de 25 años enfrenta esta narrativa con las mismas peculiaridades de Zelig (1983), el falso documental de Woody Allen, sobre un individuo con la capacidad de mimetizarse con otros.
Los referentes de Anastasia actúan, antes que estímulos para enriquecer su lenguaje musical, como transfiguraciones. En un principio, la versatilidad sorprende pero luego cede la perplejidad porque el tributo manda y su personalidad, asentada con energía resoluta en los trabajos previos, se diluye notoriamente.
El faro es la española Rosalía que captura su total atención desde el corte inaugural, para continuar en canciones como Mía, Luna y De penita y rabia, entre varias. A partir de Venganza surge el segundo tic, con varios pasajes consagrados a Mon Laferte, en particular el sencillo Día del amor.
Anastasia ofrece una perspectiva de videojuego, como una seguidilla de desafíos en distintos géneros que Cami debe ir superando, de la misma manera que sucede en esos programas de talentos donde se dio a conocer, para después convertirse en jurado. Resulta imposible reprochar las dotes interpretativas, propias de una virtuosa. Tampoco se trata de la primera artista obnubilada por el talento de los pares. Pero una cosa es reinterpretar -Lady Gaga lo hizo con Madonna-, y otra suplantar. Acá cuesta definir el territorio que atraviesa la estrella viñamarina, mientras resuena la reflexión de Zelig -”quiero gustar”-, sobre su costumbre camaleónica.
Beyoncé - Renaissance
En 2014 surgió un estudio asegurando que la gente más lista escuchaba artistas como Radiohead, mientras en el extremo opuesto los favoritos eran Lil Wayne y Beyoncé. A esas alturas, la ex Destiny ‘s Child ya gozaba de estatus como una de las estrellas definitivas del pop como una de las favoritas de la era Obama. Entre los escasos cargos que se pueden formular en contra de su impecable trayectoria, se podría apuntar la producción excesiva de algunas de sus obras. Empecinada en demostrar un talento de alcances universales, y proclive al discurso dada a su posición iconográfica en la cultura afroamericana, los discos suelen ser excesivos. Por lo mismo, una de las cualidades de este séptimo título es el foco, aún cuando persiste la mirada orquestal sobre su producción artística, como si se tratara de un detallado plan.
Renaissance es la primera parte de una trilogía registrada en pandemia. Este episodio resulta festivo, bailable y, como siempre, enciclopédico. Beyoncé hilvana un cancionero como playlist, con una lograda sensación de continuidad a la manera de un DJ.
Este paseo por ritmos pisteros de mano negra del último medio siglo evita el relato cronológico, sino que va pinchando épocas. De hecho, arranca en el presente mirando al futuro como ocurre en I ‘m that girl. En Alien superstar retrocede hasta los 80 vía synth pop enriquecido con su bagaje dibujando armonías. Más adelante Energy es un mosaico que arranca en los 80 cruzando con naturalidad hasta el urbano, para empalmar con el house en Break my soul. Modo rap en Church girl, funk y soul en equilibrio en Virgo ‘s groove, un mundo urbano de neón en America has a problem, y cachondeo en Pure/honey. Summer renaissance es una reverencia al clásico I feel love de Donna Summer, y un cierre propicio para un viaje que confirma a Beyoncé entre las más listas del pop.