Cuantas veces corrí en mi casa maltrecha de Valparaíso esquivando muebles como Indiana perseguido por una tribu, hasta llegar al equipo tres en uno, soltar el botón de pausa de la casetera, y así grabar música de la FM, mordiendo irremediablemente los primeros segundos de “esa canción tan esquiva”, como escribió Neil Peart en The Spirit of radio.
La memoria es un dial: desayunos antes de partir al colegio acompañado de radio Voces (“estéreo amor”, agregaba el locutor), con un bloque cargado a lo más oscuro y pelacable de los Beatles como I am the walrus y Revolution 9; la Pudahuel antes del giro en español programando anglo con títulos traducidos -”Todo lo que ella hace es mágico… The Police”-; los pedidos que me dejaba mi papá para discar a Los Tres Favoritos de radio Recreo de Viña del Mar, junto a la emoción de escuchar mi nombre cuando anunciaban las canciones, la mayoría de los Stones; telefonazos a concursos por entradas que nunca gané, o para conversar con algún artista de visita en los estudios de radio Portales del puerto, entrevistado por Luis Enrique Calquín.
Grabábamos casetes, se intercambiaban y las cintas se enredaban quedando como acordeón. Corrían datos para sintonizar esos programas nocturnos de domingo como La Hora Cero, donde emitieron una banda sonora compuesta por Charly García. Años después, a bordo de la 329 a la altura de la torre Santa María, lloviendo a cántaros, escuché a Deftones por primera vez en la Concierto. Radio, momento y lugar random, grabados para siempre.
“Somos jurásicos”, resume un amigo para confirmar que algunos de estos recuerdos no están alterados en la memoria.
Pablo Aguilera (81), leyenda viviente y vigente de la radiotelefonía chilena desde 1966, me comentó tras una entrevista que ninguno de los vaticinios sobre la pérdida de relevancia del medio se cumplió. Ni la televisión, ni la video música, ni internet con sus podcasts y aplicaciones diversas, habían reemplazado a la radio. “Todo se retroalimenta”, sintetizó.
“Es irremplazable”, me dice Martina Orrego, directora de Los 40, convencida que “la humanidad” de la radio es clave. Aunque la gente dispone del título que sea a un clic, aún prefiere el llamado, pedir canciones y opinar. La radio, explica, “tiene sentido de pertenencia”.
Si los artistas fabrican hits en dormitorios y los lanzan en redes, ¿necesitan el dial? Sigue siendo “una validación del trabajo”, asegura Martina. “Los artistas más chicos”, continúa, “se emocionan por estar en la radio”.
Consulto a un ejecutivo discográfico transnacional, si este universo de aplicaciones afecta el protagonismo del medio. Descartado. “No solo te puede amplificar el éxito”, responde, “sino que es negocio, sobre todo para los que son autores”.
El próximo viernes 19, se cumplen 100 años desde la primera transmisión radial en el país desde la casa central de la Universidad de Chile, captada en el hall de El Mercurio, la tercera nación en el mundo en experimentar con el formato.
“Música, canto, discursos y declamación en la Universidad de Chile”, publicó el mismo diario, definiendo coordenadas aún vigentes en el contenido programático, esa compañía permanente en nuestras vidas, incluso cuando no la sintonizas. Basta moverse un poco por la ciudad para constatar su presencia en las calles, el comercio y el transporte.
“Retroalimentación emocional en una longitud de onda sin tiempo, llevando un regalo invaluable, casi gratis”, escribió Peart en el estribillo de The Spirit of radio. Tan cierto. La música seleccionada, la cálida compañía y el contenido en ondas invisibles, al alcance de todos.