“Tengo un tatuaje de ella”, cuenta algo emocionado a Culto el cineasta Fernando Guzzoni. Era un mozalbete de 21 años cuando rodó el documental La colorina, con la vida y obra de la poeta chilena Stella Díaz Varín. Por esos entonces, a mediados de la década de los 2000, la autora era casi una octogenaria y una leyenda de la literatura chilena, pero que estaba lejos de vivir en las mullidas condiciones de una best seller. Lo suyo, más bien, era una existencia en los márgenes.
“La Stella fue un personaje fundacional en mi vida -recuerda Guzzoni-. Siempre la recuerdo, es alguien que amo mucho. Pero me generó mucho dolor también, vivía con una pensión de gracia de 60 mil pesos en un departamento que compartía con su hijo y su nieto. Vivía muchas precariedades y en una especie de ostracismo versus otras personas del mundo literario que están en el mainstream”.
Nacida en La Serena, el 11 de agosto de 1926, “La Colorina” fue una poeta fundamental de la literatura chilena. Con cinco poemarios: Razón de mi ser (1949), Sinfonía del hombre fósil (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959), Los dones previsibles (1992) y La Arenera (1993), desarrolló una poética cargada de imágenes y muy intensa.
Su obra fue compilada en la antología Obra Reunida, de la editorial Cuarto Propio, en 2011. Hoy, con una nueva edición, vuelve a los escaparates nacionales. “En verdad, ya van varias reimpresiones, la poesía de Stella nunca ha dejado de interesar, primero a sus fieles y fervientes lectores, principalmente jóvenes. Pero su público ha ido creciendo con el paso de los años”, explica a Culto Marisol Vera, directora de Cuarto Propio.
El rescate de su obra se ha dado sobre todo tras su fallecimiento, en 2006. “Fue una adelantada a su tiempo y ahora la descubrieron porque está muerta”, señala la periodista Claudia Donoso, quien escribió La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín (Ediciones UDP, 2021), que reunió una serie de entrevistas con la autora. De hecho, el Presidente Gabriel Boric citó un extracto de su poema La Palabra durante su primera cuenta pública.
¿Por qué su obra ha trascendido? Responde Marisol Vera: “Lo que encuentro en la poesía de Stella, y seguro es lo que atrae a sus lectores, es esa instalación irrenunciable en lo más vital del ser humano que la caracteriza. Esa vocación totalizante del todo o nada, su denuncia de la tibieza, del acomodo, la rebeldía. Todo en su poesía es un compromiso con el SER, intensidad, fuerza, a la vez ética y tan bella. Una intransable oda a la vida con sus grises, luces y sombras, siento que calza cada vez más con el espíritu de estos tiempos”.
Por su lado, Fernando Guzzoni explica: “Yo creo porque iba a contrapelo de todo, era una persona que estaba interrogando al poder y a sus pares hombres que estaban canonizados. Entonces, era un iconoclasta, era una punk antes que existieran los punk. Cuando tensionaba la figura de Neruda en su cara, o de quien fuera, demostraba que ella no se movía por lógicas de industria, ni por tendencias”.
Esta Obra Reunida además incluye fotografías de la autora. “La imagen de portada es de la gran y querida Paz Errázuriz, cuando supo que estábamos preparando Obra Reunida corrió a ofrecerla -cuenta Vera-. Pero sobretodo fue su hijo Rodrigo, quien nos reunió la gran mayoría”.
Una palabra escondida
Dentro de su obra, Vera asegura que una buena puerta de entrada es Los Dones Previsibles, libro que ella misma ayudó a publicar en Cuarto Propio, en 1992. Hoy, mira atrás y recuerda esos días de charlas, cigarrillos y trabajo. “Nos quisimos mucho y nos entendimos muy bien. El único punto de discrepancia que tuvimos es que ella estaba muy agradecida por haber publicado Los dones y yo estaba tan agradecida por haber tenido la fortuna de hacerlo”.
No solo es una buena forma de iniciarse en su lectura, es el favorito de Marisol Vera: “Los Dones Previsibles tuvo, para mí, dos tipos de impacto imborrables. El primero, fue el encontrarme con Stella, que irrumpió en la Editorial acompañada de su infaltable amiga Teruca Hamel, en 1991. Me impresionó profundamente su fuerza e irreverencia, tan escasas en esos años grises, en pocos minutos era como si la hubiese conocido de siempre”.
“Luego, el tomar contacto con su poesía -agrega Vera-. Era el mismo fuego rebelde, precursor, demandante, vital que parecía casi extinguido. Poemas como Albedrío: Yo soy la vigilia/Ustedes/ los hombres castigados/ Los labradores. O La palabra, que parecía hablarnos directamente cuando precisamente estábamos necesitando recuperar la palabra y su sentido, borroneadas por la dictadura. También Dos de noviembre, un rotundo NO al olvido. Yo estaba tan agradecida, tan contenta con esos encuentros, me acompañan hasta hoy y tanto su fuerza como su poesía siguen estando vigentes. Debe pasarle algo parecido a sus actuales y ávidos lectores”.
A Claudia Donoso también le gusta ese mismo libro. “Ahí está todo su fuego, todo su femenino complejo, sin transacciones. En Los Dones Previsibles se despliega su ser en el sentido existencial donde erotismo y muerte se entrelazan pasionalmente en la creación y en su búsqueda de ‘la palabra escondida’, es decir de lo ‘indecible’, del misterio y de lo sagrado en el ámbito poético”.
Fernando Guzzoni se suma y también menciona Los Dones Previsibles como su favorito de Stella Díaz Varín. “Siento que en ese libro hay una cosa media simbolista, pero bien desgarradora. Si uno empieza a entender su obra y su relación con el elemento biográfico, hay una suerte de común denominador: el dolor, la ausencia, la pérdida. Hay una especie de fuerza subterránea que quiere explotar, que quiere poner en tensión algo. Como la conocí, noto que hay un diálogo con lo biográfico que me interpela mucho”.
Sin embargo, Guzzoni tiene una particular relación con La Arenera, un poema largo publicado en un tríptico, al estilo de una plaquette. ”Me lo robé de la Biblioteca Nacional y se lo regalé a la Stella porque ella no lo tenía. Era un tríptico en papel roneo horrible. Fui a su casa, se lo entregué. Recuerdo que se emocionó mucho, no lo podía creer”.
Dado que compartió mucho con ella, Claudia Donoso tiene un vívido recuerdo de Stella Díaz Varín. “La recuerdo pilla, niña, intrigante, conmovedora, teatral. Uno nunca se aburría con ella, ya sea por las cosas que contaba como por los duelos verbales en el diálogo. Yo me enojaba con ella por catete y centro de mesa y ella se enojaba conmigo y me criticaba por floja, por decir esto un día y al otro día esto otro. En el día a día era muy importante cocinar, cuestión que ella se adjudicaba y hacía platos magníficos con casi nada. Tomábamos vino blanco Santa Elena en caja familiar que por suerte duraba harto y de ahí hablábamos de su vida y de la mía. Todo esto con su seducción que pasaba de la ternura a la diatriba. Su voz es imposible de olvidar; es decir, es una muerta que recuerdas con voz, cuerpo y alma”.
Fernando Guzzoni la filmó para su documental y recuerda esos días en que la pudo acompañar. “Era un personaje difícil de administrar, era una persona bien desestructurada, que operaba con su lógica y había que acomodarse a ella. Era difícil porque cuando uno planificaba y hacía esfuerzos por mover gente, equipos, la Stella podía desaparecer o no querer hablar, o mandarte a la mierda. Una vez me pegó un combo en el mentón. Pero yo entraba en ese juego, no estaba intimidado”.
“Luego ese personaje se quebró y entramos en un terreno más humano -añade Guzzoni- . La acompañaba todos los martes al Hospital Salvador a su quimioterapia por el cáncer. Había una dimensión más allá de lo mítico que estaba cruzado por la precariedad. Ella era una parábola de muchos otros artistas chilenos que murieron en condiciones dolorosas. Representa una ética que está en extinción. Cuando se muere una Stella Díaz Varín, o un Pedro Lemebel, hay un Chile que se muere”.