Apenas un par de minutos después de que el celular me alertara de la noticia, un amigo me escribió para preguntar si me había enterado del ataque a Salman Rushdie. Sin haber leído más que el titular, tenía claro que el incidente debía estar conectado con el llamado a asesinarlo que el radicalismo islámico había hecho más de 30 años antes. Que mi amigo quisiera comentarme este incidente también tenía una razón natural; él se acordaba que, durante nuestros estudios en Nueva York, yo había conocido a Rushdie en un curso que dictó en el Departamento de Periodismo de NYU.
Quizás sea bueno aclarar algunas cosas antes de seguir para que nadie se sienta engañado o decepcionado: no soy amigo del Sr. Salman Rushdie; no fue mi mentor ni fui su discípulo; no me iluminó el camino con su tan celebrado genio literario ni yo le abrí los ojos a alguna realidad que, a sus más de 70 años, no hubiera ya vislumbrado. Nuestro contacto se limitó a una clase semanal durante el primer semestre de 2019 y a una entrevista que amablemente me concedió hacia el final del curso y que luego se publicó en estas mismas páginas. Quien busque un retrato suyo con múltiples capas y colores encontrará excelentes alternativas en varios medios internacionales. Lo que aquí humildemente se ofrece, en cambio, es un punto de acceso al personaje desde su faceta de docente a través de una observación más o menos participante en una sala de clases.
No es más que eso, pero tampoco es tan poco.
El ramo de Rushdie se llamaba “El periodismo como literatura”. Según el programa, “una de las novedades más interesantes a partir de la segunda mitad del siglo XX ha sido el auge de una estirpe de periodistas vestidos de novelistas quienes usan las técnicas de la literatura para contar historias reales”. A partir de esta premisa, debíamos reflexionar acerca de la conveniencia de difuminar la frontera entre ficción y no ficción. Me pareció un tema llamativo, aunque en realidad me importaba más el nombre del profesor. Por ser un curso de otro departamento, tuve que pedir un permiso especial para inscribirlo. Finalmente, terminé entrando “por la ventana” gracias a que los alumnos de periodismo no habían llenado sus cupos preferenciales.
Rushdie llegó a la primera clase con un cuaderno de apuntes, un par de libros y algunos recortes de prensa que dejó en la cabecera de la enorme mesa de reuniones. Llevaba el look que le veríamos durante todo el semestre, con un chaleco entre la camisa y la chaqueta. A primera vista, no parecía un hombre con una sentencia de muerte a cuestas. Hablaba con calma, midiendo sus palabras, su acento británico inalterado por las casi dos décadas en Nueva York. Solo me llamó la atención un detalle; mientras se presentaba, me fijé en que arrugaba la nariz constantemente. Era un tic nervioso que me recordó de inmediato al de José Miguel Insulza, aunque menos enervante.
Luego nos presentamos los 8-10 alumnos que conformábamos el curso. Junto a un estudiante de economía éramos los únicos alumnos mayores de 30 años. La mayoría eran jóvenes estudiantes de periodismo, con los 20 recién cumplidos, que necesitaban algún electivo para completar los créditos. En conversaciones posteriores me di cuenta de que algunos de ellos no tenían idea de la situación de Rushdie tras la publicación de su tercera novela, Los versos satánicos. No sabían que en 1989 el líder político-espiritual de Irán, el ayatolá Jomeini, había dictado una fatwa –una interpretación de la ley islámica que busca zanjar alguna controversia– en su contra por las supuestas blasfemias contra el profeta Mahoma contenidas en el libro. Tampoco sabían que la pena por este delito era la muerte ni que todos los que ayudaran a la difusión de la obra, fueran editores o traductores, correrían la misma suerte.
A diferencia de lo que ocurría con los rangos etarios, sí había más riqueza en la composición étnica del curso, que tenía blancos, asiático americanos, una afroamericana y dos latinos –una compañera argentina y yo–. Cuando llegó mi turno y dije que era chileno, Rushdie no reaccionó de una forma distinta a como lo había hecho con mis demás compañeros. Quizás no le pareció particularmente interesante o tal vez recordó el mal rato que pasó en Santiago para la Feria del Libro de 1995, cuando viajó a promocionar su libro El último suspiro del moro. En esa ocasión, fue retenido por Carabineros y estuvo incomunicado durante horas. En la memoria de los 12 años en que vivió con guardaespaldas de Scotland Yard, titulada Joseph Anton –el seudónimo que usó durante en esa época como homenaje a Joseph Conrad y Anton Chejov–, describe el temor que sintió por estar al cuidado de una policía que hasta hacía poco desaparecía personas bajo las órdenes de Pinochet. Los guardias tampoco lo dejaron salir cuando fue trasladado a un hotel. Al final, no alcanzó a asistir a la feria y solo dio una breve conferencia de prensa en el Centro de Estudios Públicos (CEP). “Se quedó con la sensación de que Chile no era un país al que le apetecería volver a corto plazo”, escribió sobre el episodio.
En esa primera clase, Rushdie repasó el contenido del curso. Había reunido obras canónicas del “periodismo literario” con otras más contemporáneas. La lista combinaba algunos grandes éxitos de las escuelas de periodismo –las crónicas de Talese, A sangre fría de Capote, El emperador de Kapuscinski, Voces de Chernobyl de Alexievich– con El ladrón de orquídeas de Susan Orlean y Maximum City de Sukhetu Mehta. Nos explicó que la nota final saldría de dos ensayos. Recuerdo que para esa primera sesión había que leer a Gay Talese. El método de trabajo que Rushdie delineó esa tarde se mantuvo inalterable a lo largo del semestre: luego de entregar algo de contexto acerca del autor y sus textos e identificar tanto los nudos de las tramas como algunas estrategias narrativas, cedía la palabra y cada uno de nosotros debía dar sus impresiones. Algunas de nuestras reflexiones inevitablemente se cruzaban con los ítems que Rushdie traía anotados en su cuaderno y entonces volvía a tomar la palabra. Yo intentaba hacer lecturas que parecieran agudas, pero no siempre daba en el blanco. Cuando ese era el caso, Rushdie te dedicaba un gesto de extrañeza y no tenía problemas en contradecirte sin pedir disculpas. Después de repetir el rito por entre 2 y 3 horas, la clase terminaba.
A medida que avanzaba el semestre, yo seguía esperando el momento en que Rushdie se refiriera a la fatwa, al ayatolá, al asesinato de su traductor al japonés o a sus años como prófugo de una justicia desquiciada. Sin embargo, ese momento no llegaba. Estaba disfrutando del curso, claro; me gustaba cómo Rushdie desmitificaba la “pureza factual” de algunos textos –en especial de A sangre fría, que tiene varias invenciones y licencias de Capote– y como, a la larga, eso no le importaba demasiado porque eran buenas historias que estaban bien escritas; también valoraba las críticas que de repente deslizaba ante la extrema corrección política de la academia estadounidense y la “cultura de la cancelación”, que en 2020 haría públicas al firmar una carta junto a otros 149 escritores e intelectuales angloparlantes.
Todo esto estaba muy bien, pero yo quería oírlo hablar directamente, en persona, de su experiencia cargando con la fatwa. Ni siquiera lo hizo cuando leímos Maximum City, que relata las conexiones de la política, el crimen organizado y los conflictos religiosos entre hinduistas y musulmanes en Bombay, su lugar de origen –a Rushdie no le gustaba el nuevo nombre de la ciudad, Mumbai–. El texto recordaba diversos atentados terroristas del islam radical, que de alguna manera respondían a la violencia de la mayoría hindú.
El silencio de Rushdie respecto a este tema se mantuvo hasta el final del semestre. Nadie preguntó nada en clases y yo no quise ser el primero. Sabía que tendría una oportunidad cuando accedió a darme una entrevista que yo tenía pensado publicar en la página web de mi programa. Cuando finalmente fui a entrevistarlo a su oficina, me encontré con un lugar estrecho, desprovisto de todo glamour, idéntico al de cualquier otro académico. Después de hacer un preámbulo, le pregunté por Chile. Me repitió, con otras palabras, lo que había escrito en Joseph Anton. “No había ningún peligro real. No sé por qué actuaron así. Pero no quiero hablar más de todo eso. Es una de las razones por las que escribí las memorias, para decirles a ustedes ‘aquí está todo’ en 600 páginas”, me contestó.
Entonces le pregunté si había logrado su objetivo, sabiendo que ahí estaba yo, volviendo sobre lo mismo. “No en un 100%, pero he notado que los periodistas ya no me preguntan por eso (…) Han pasado tres cuartas partes de mi vida como escritor desde entonces. No me gusta ser arrastrado a todo eso nuevamente”, respondió. Frente a estas indirectas, decidí hacer una última pregunta para cerrar el tema: ¿se podía leer Los versos satánicos sin pensar en toda esta historia? ¿No había opacado completamente la obra? “Me gusta más el libro ahora que pasó toda esa bulla. Ahora se puede leer, finalmente, como novela. Creo que ahora es el turno de la gente a la que le gusta el libro, en vez de aquellos a los que no les gustó. Ellos ya tuvieron su turno”, dijo Rushdie.
Tres años después, esa falsa sensación de paz terminó de golpe. Un hombre musulmán de apellido Matar, aparentemente radicalizado durante un viaje a Irán, lo acuchilló en Chautauqua, al norte del estado de Nueva York. Paradójicamente, ese 12 de agosto, Rushdie se disponía a dar una charla sobre el asilo que Estados Unidos le daba a escritores y artistas exiliados. El autor sobrevivió, pero –entre otras consecuencias– es probable que pierda un ojo y la movilidad de un brazo.
Al releer la entrevista de 2019, lamenté que Rushdie haya sido arrastrado otra vez a una etapa que creía cerrada cuando lo conocí. Su próxima entrevista y muchas de las siguientes volverán sobre el ataque y toda la historia anterior.
Mi último contacto con Rushdie fue por correo, cuando le pedí su autorización para publicar en La Tercera y no en un portal universitario como le había dicho en un comienzo. Contestó un par de líneas recién después de mi tercer mensaje. “Perdón, estoy en un tour promocional y no reviso el correo con frecuencia. Sí, publica la entrevista, pero di cuándo fue realizada”, escribió. El cierre del correo no tiene nada de especial, no es más que una despedida de cortesía de un profesor a un exalumno, pero en estas circunstancias me quedó rondando. Son palabras hoy tienen otro peso:
“Espero que estés bien”.