Su agenda en vivo de los últimos años era acotada y reducida. Pero su cuenta de Instagram era lo opuesto: activa en exhibir cómo se había transformado en una leyenda de la cultura popular chilena.
Ahí estaban por ejemplos los videos de sus célebres visitas a Noche de Gigantes a principios de los 80, donde con desparpajo contaba que la gente en la feria lo amaba, pero cuando cruzaba hacia el barrio alto en auto, más de un “rubiecito de ojos azules con una familia llena de niñitos blanquitos” bajaba el vidrio para saludarlo: “felicitaciones Zalo por tu éxito. Eres macanudo”, imitaba el cantante con una “papa en la boca” y con acento engolado.
Zalo Reyes fue uno de los primeros artistas masivos en desafiar el clasismo imperante en la sociedad nacional y, por consecuencia, en los medios de comunicación, sobre todo en la oscura etapa de veto y censura propia de la dictadura militar. Antes, pocas veces había existido espacio para figuras como él en la televisión. Representaba precisamente al habitante de las comunas menos acomodadas de Santiago, las que hasta ese momento en TV sólo asomaban en reportajes y noticiarios, pero no con representantes genuinos nacidos y crecidos en esos rincones.
Por eso se hizo cargo del bloque Este es mi barrio de Sábados Gigantes: nadie como él tenía más magnetismo y credibilidad para reportar las historias que se tejían en los barrios de la capital.
Aunque a menudo era invitado a la pantalla chica como una suerte de caricatura estrambótica, y conductores como Antonio Vodanovic casi le decían que debía agradecer el hecho de tener una oportunidad en pantalla, su espontaneidad, su ángel y su talento finalmente se impusieron hasta romper esa barrera, hacer trizas ese límite en que se miraba con distancia y recelo a figuras que no fueran ABC1.
Por lo demás, el propio Zalo Reyes se reía de eso y lo manejaba con oficio; no se acomplejaba, no se hacía problema, puede que haya sido el costo a pagar para catapultarse como un suceso de masas, como pasó en Viña 83, cuando negoció una cifra poco habitual para un cantante chileno en la Quinta Vergara.
O cuando debió sortear una noche en TVN el ridículo al que lo sometieron al hacerle comer una cebolla tras ser hipnotizado por Tony Kamo.
Reyes también sabía que representaba una tradición. Y eso también es parte de su huella: entender que ese clasismo lo rompía arrastrando la sombra de los que antes habían pujado por algo parecido. En su música palpita el abrazo entre instrumentos eléctricos -básicamente órgano y guitarra- y el dramatismo de la balada que antes habían materializado sus ídolos, Los Ángeles Negros, Los Galos y Los Golpes, entre muchos otros.
Era un sonido labrado en tierras nacionales, pero que con la llegada de la dictadura -y por otras coyunturas, como la partida de Los Ángeles Negros a México- parecía desvanecerse sin retorno. Zalo Reyes lo recuperó, le dio una personalidad distintiva y lo modernizó para el público de los 80. Lo expandió y lo hizo actual, como un bolero eléctrico que carga su propio estilo. Quizás no era un prodigio interpretativo -aunque poseía carácter-, pero sí dotó a su obra de una imagineria reconocible por cualquier enamorado, cogiendo canciones que hablaban de lágrimas atoradas en la garganta o ramito de violetas entregados en la misma fecha y de forma casi clandestina sin tarjeta.
Era la llamada “canción cebolla” -otra muestra de los prejuicios de la época-, pero ya con un perfil mucho más multitudinario. Finalmente, fue el triunfo de una propuesta que siempre había parecido confinada a los márgenes, al desprecio más que a la gloria.
Fenómenos posteriores como Américo, Mon Laferte o Los Vásquez no se entienden sin la impronta inicial del Gorrión de Conchalí.
En ese sentido, algo emparenta a Zalo Reyes con Juan Gabriel. O mucho, tal vez: ambos se fraguaron en las capas populares de sus respectivos países. Ambos sucumbieron ante el poder mayúsculo del cancionero romántico. Ambos fueron observados como criaturas extrañas, pero finalmente lograron barrer con el recelo para asestar sus respectivos triunfos, como si se tratara del éxito de los marginados. Ambos, desde ahí, se inmortalizaron como leyendas.