Si había algo que a Pedro Lemebel le encantaba, era la cultura popular. En sus libros de crónicas más de algún espacio le dedicó a la música y a los espectáculos. Por sus páginas, se explayó sobre el festival de Viña, Don Francisco, Joan Manuel Serrat (en una crónica particularmente notable), Madonna, Raphael, Rock Hudson, Cecilia, o Lucho Gatica.

Esa dimensión arraigada en el inconsciente colectivo también la desarrolló en sus programas en radio Tierra, donde leía sus crónicas. De hecho, al espacio le puso Cancionero, y con música de fondo, se lanzaba a la lectura.

No es de extrañar entonces que en ese espacio se refiriera a Zalo Reyes. Probablemente debió ver su actuación en el Festival de Viña de 1983, o en alguna de sus apariciones en la TV de los 80. En su libro De perlas y cicatrices, de 1998, narró a Reyes antes de ser Zalo Reyes. En su estilo, rescataba la raigambre popular del hombre tras Un ramito de violetas.

“Casi lo conocí en esas Quintas de Recreo de la peluda comuna de Recoleta. Finalizaban los setenta y la farra popular, silenciada por el toque de queda, se las arreglaba para hilvanar meneos clandestinos y sandungas del cuerpo en esas fondas colectivas y restaurantes con patio y ramá, donde la pobla remecía sus sinsabores al ritmo maraco de una cumbia, con la tumbadora, el bongó, los timbales y el pallá y pacá de la pachanga hereje del mambo”.

“Fue allí, cerca de Huechuraba, donde los colizas ensayaban sus merengues de conquista, confundidos con las vecinas, las guaguas y los obreros. Fue ahí, en la famosa Quinta Cuatro, donde la noche guaracha era una tomatera interminable, la noche mal iluminada por cuelgas de ampolletas que no era noche sin el Zalo, el morenazo pinganilla que hacía bailar hasta a los cabros chicos con su caliente Chicharrón de corazón”.

Crédito: Archivo Histórico / Cedoc Copesa

Además, Lemebel dio cuenta del momento en que -como los Beatles dejando Liverpool- Zalo Reyes partió a la inmortalidad de la fama. “Al correr los años ochenta, donde retumbaban las bombas y las barricadas de las protestas, esa melancólica promesa no se cumplió. Y Conchalí vio partir a su Gorrión entusiasmado con el éxito en aquella televisión programada por el guante sucio de la dictadura. Ahí, en el circo refinado de la pantalla, en esos shows estelares donde gorgoreaban baladas la Simonetti, la Maldonado, el Zabaleta o los Quincheros. En esos programas desde el Sheraton, en el salón L’Etoile, en el barrio alto, el Zalo era el picante simpático que entretenía a los cuícos que tomaban whisky diciendo para callado: ¡enfermo de chulo este gallo, María Fernanda, pero es re amoroso!”.

También, el escritor se mostraba crítico de los espacios telesivisos a los que acudía Reyes. Entre esos, el estelar de César Antonio Santis donde protagonizó un momento de culto junto al hipnotizador español Tony Kamo.

“En un conocido espacio de alto rating nocturno, animado por César Antonio, el viejo muñeco fifí de la pantalla, el señor Corales de los cumpleaños de Pinochet, el mismo conductor pirulo amigo de Zalo, quien lo invitó a participar de una experiencia hipnótica. Y para todo el país, conciente o no, Zalo Reyes se sometió al incierto juego de un, dos, tres, duérmase”.

“Entonces, el hipnotizador, un español que se gana la vida con el show del sueño, le dice a Zalo: usted está dormido, profundamente dormido, pero tiene hambre, hambre de comerse una manzana, una roja manzana que tengo en mi mano. Cójala, es suya, cómasela. Pero el mentiroso hipnotizador le pasó a Zalo una cebolla, una enorme cebolla que el cantante mordió con ganas, chorreándose la camisa con el jugo picante que corría por sus dedos. Y siguió comiendo y mascando, embetunándose entero con las amargas lágrimas de esa cebollera humillación. Como si el mote de cantante cebolla, que le puso el riquerío, se devorara a sí mismo, en una grotesca y cruel escena”.