Si Zalo Reyes estuviera vivo y leyera por enésima vez alusiones a sus excesos, lanzaría maldiciones confirmando la decisión de hablar poco a la prensa, cabreado de cuestionarios que tarde o temprano abordaban su lado salvaje, la encarnación del éxito, el desbande y la pérdida de control; el sensacionalismo sediento haciendo su trabajo ante una estrella generosa en luces y sombras. El periodismo arrastra costados amargos para las figuras populares. Reconocer un espiral descendente a los infiernos narcóticos y etílicos deja una marca, confesiones convertidas en un rastro de sangre para los reporteros, como una herida que nunca cierra.
Zalo Reyes ametralló con palabrotas y apagó grabadoras de golpe ante preguntas sobre sus problemas con la cocaína. Probablemente sentía que se relegaba su valor como un fenómeno de masas, el mayor baladista chileno de los 80, una de las voces definitivas de la canción romántica tras construir su arraigo desde la base popular cantando en carpas de la periferia capitalina, la plaza de armas de Santiago, y cuanto local nocturno se cruzara en su voraz camino. La televisión bajo dictadura lo convirtió en uno de sus favoritos, sobre todo después del adiós al dólar a 39 pesos, el boom económico y creerse Miami en una pestañada, con estelares convocando estrellas internacionales. Zalo era más entretenido y versátil, y también salía más barato.
Por más de diez años no solo cantó numerosas veces en pantalla, sino que actuó en una sitcom que romantizaba la pobreza (Troncal Negrete), animó junto a los mayores rostros como Antonio Vodanovic y Enrique Maluenda, y grabó spots de bebidas alcohólicas cuando se emitían en horarios familiares (“no me cambio ni de vino ni de barrio”).
Don Francisco y Raúl Matas lo entrevistaron en conversaciones que adquirían, entre tallas rápidas y agudezas, retazos sociológicos de un país profundamente compartimentado. Las diferencias de clase que Violeta Parra, Víctor Jara y Los Prisioneros cantaban enojados y cáusticos, eran abordadas con picardía por el gorrión de Conchalí. ¿Más livianito? Por supuesto, pero no menos audaz desnudar con chistes el clasismo imperante y las descripciones de la provincia, en un medio de comunicación que lo dominaba todo como la televisión en aquel entonces. No contenía la profundidad de El Baile de los que sobran, pero sabíamos que había pellizcos de resentimiento y palanqueo intercalados en su encantadora sonrisa. ¿Un bufón para los ricos de quienes hacía broma? Quizás, aún cuando los cuicos ya representaban material de risa para las masas en las pantallas de 14 pulgadas. Los Eguiguren en Sábados Gigantes, en su máxima gloria antes de la internacionalización, era un feroz y divertido retrato del ABC1 venido a menos, viviendo de apariencias.
La bohemia y la fama han engullido a algunas de las mayores estrellas de nuestro firmamento popular sin distinciones sociales, desde el cantor que se tomaba hasta la molestia en bares de Valparaíso, hasta el músico pop rock de clase alta en euforia permanente línea tras línea en el sector oriente. Zalo Reyes nunca maquilló sus debilidades y confesó que se daba con todo y hacía de todo, con la esposa estoica al lado. Otros manejan con eufemismos los descarrilamientos, negando secretos a voces entre la prensa y el público. Son opciones. Pero esa decisión de Boris González subrayó su profunda identificación con el pueblo. El ídolo humanizado cala aún más profundo porque la tragedia es parte de la vida y la sinceridad, una costumbre escasa en el mundo de los espectáculos.