“En Chile la trayectoria como república no ha estado ni está garantizada: es una tarea permanente, con evidentes avances, pero también con trágicos retrocesos, pues, así como la libertad y la ley son una opción, también en ocasiones lo han sido la violencia y la arbitrariedad. Nunca hemos estado condenados a vivir los quiebres político-sociales que nos han afectado (…). Siempre hubo alternativas institucionales que algunos, muchos o pocos optaron por descartar”.
Estas palabras de Rafael Sagredo Baeza (63) pueblan el primer párrafo del capítulo conclusivo de un libro publicado hace dos meses: 8 de agosto de 1828. Un día histórico como cualquiera. Y se refieren, en principio a lo que el flamante premio nacional de Historia 2022 describe como “la tragedia de 1829″: un año después de que un congreso constituyente impulsara una nueva carta magna, se iniciaba una guerra civil de perdurables consecuencias en la política y la institucionalidad chilenas. Pero el propio nombre del capítulo, “1828-2022″, da luces de una voluntad de hacer carne una historia que sea siempre contemporánea, para usar la fórmula de Benedetto Croce. De decir a quien quiera leer, sin notas a pie ni rebuscamientos disciplinares, que el pasado y el presente están más cerca de lo que pensamos. Que hay un sentido en la historia y que la historia no es una maldición, sino algo que se construye.
Los miembros del jurado que este viernes premió de modo unánime al académico de la U. Católica y director del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, tuvieron a la mano esta dimensión de su trabajo, aunque inscrita en un conjunto. De ahí que hayan valorado su puesta en relieve de la importancia de la ciencia en la configuración cultural y territorial de Chile; su contribución “a la valoración y democratización de los patrimonios del país” y su rol en “establecer vínculos tanto nacionales como internacionales en torno a las áreas más especializadas de la disciplina”. Y muy especialmente, se distingue su aporte a “la difusión del conocimiento histórico”.
“Desde sus inicios en los estudios históricos”, expresa por su parte Claudio Rolle, director del Instituto de Historia de la UC, Sagredo “ha mostrado una preocupación particular por hacer que la historia se perciba próxima a las personas, con una gran capacidad para comunicar las dimensiones históricas de la vida en sociedad”. Lo suyo, remata, es “un compromiso con una historia democrática y pública, próxima y critica”.
Y si en 8 de agosto… actualizó hechos pasados que no habían sido objeto de mayor interés social -acaso para que lo sean en medio de un nuevo proceso constituyente-, el resto de su producción reciente transita una senda semejante: si en Historias para la ciudadanía (2021) invita por ejemplo al lector-ciudadano a contemplar dos cuadros de Rugendas (Llegada del Presidente Prieto a La Pampilla y El mercado principal de Lima) para asomarse al tejido social en cada caso, en su Historia mínima de Chile (2014) afirma que un atendible orgullo respecto de la trayectoria del país “no ha permitido comprender algunos hechos que han condicionado la historia de Chile, en particular en el último tercio del siglo XX y comienzo del XXI”.
En defensa del oficio
Rafael Sagredo nació en Santiago, en 1959. Tras estudiar en el Instituto de Humanidades Luis Campino, ingresó a Pedagogía en Historia, Geografía y Educación Cívica en la UC (también inició estudios de Derecho que terminaría abandonando), de la cual se tituló en 1984. Su labor docente en colegios e instituciones de educación superior se daría en paralelo a su quehacer investigativo. En 1993, inició su doctorado en El Colegio de México. Su tesis doctoral se centró en las representaciones del poder y en los quiebres de la institucionalidad republicana a partir de los viajes del Presidente José Manuel Balmaceda y de la guerra civil de 1891. Convertida en libro (Vapor al norte, tren al sur. El viaje presidencial como práctica política en Chile. Siglo XIX, 2001), dio cuenta de una aproximación poco ortodoxa a la figura de José Manuel Balmaceda, acá examinada a la luz de factores como el de la investidura presidencial.
Y si su interés por la historia de la ciencia se ha vendido desarrollando desde los 90, otro tanto ha ocurrido con su labor en la institucionalidad cultural: Nombrado en 1996 director del Centro Barros Arana, con asiento en la Biblioteca Nacional, ha contribuido al desarrollo y publicación de gran cantidad de investigaciones históricas, buena parte de las cuales, como le ocurrió a él mismo, han sido la adaptación de tesis doctorales. Igualmente, cabe destacar su participación en la Biblioteca Fundamentos de la Construcción de Chile, que rescató, reeditó, digitalizó y subió a la web un centenar de obras de los siglos XIX y XX, en muchos casos citadas por eruditos pero inaccesibles al lector de a pie.
Quien lo visite en la sala Medina de la Biblioteca Nacional lo puede imaginar siendo parte de un mundo lleno de documentos que deparan sorpresas y abren mundos. Tan compenetrado parece estar, que en 2018 publicó J.T. Medina y su biblioteca americana en el siglo XXI. Prácticas de un erudito, una historia cultural sostenida en el trabajo y los usos de un nombre clave de la historiografía chilena del siglo XIX, que es también un tributo al investigador que le da su nombre a la sala donde trabaja.
Cultor de la historia las mentalidades, esa que indaga en las formas impersonales del pensamiento, tuvo ese punto en común con el también premio nacional Sergio Villalobos, de quien fue discípulo. Eso sí, observa un cercano, “lo fue hasta que este último tuvo un giro muy fuerte”. En lo político, no se le conoce militancia, aunque sí una afinidad con el PDC y con el espacio cultural del humanismo cristiano.
Defensor de los métodos y las herramientas propias del oficio, descree Sagredo de la incompatibilidad entre el ejercicio académico y los intereses del gran público. De ahí que, ante fenómenos editoriales como el de Jorge Baradit y sus historias “secretas”, sea de quienes piensan que los métodos de la historia profesional pueden y deben expresarse en obras con vocación ciudadana (como la mencionada Historia mínima de Chile), más allá de las arideces y las exigencias disciplinares.
“En tiempos de reality shows y de Twitter -declaró en 2016 a La Tercera- en muchas ocasiones es difícil que se aprecie la reflexión fundada propia de la forma de trabajar de los historiadores”. Sin embargo, a su juicio “es común que los medios busquen la opinión, la voz de un historiador para aludir no sólo a los considerados ‘hechos históricos’, sino también para ilustrar sobre temas que preocupan a la sociedad”.