Es paradójico cómo las dos máximas figuras del actual pop de España -Rosalía (29) y C. Tangana (32), relacionados sentimentalmente por un par de años-, proponen espectáculos en las antípodas y contundentes por igual.

Mientras en marzo Tangana presentó en el Movistar Arena un show ambicioso en personajes y ambientación -un musical seductor con un pie en el siglo XX y otro en este milenio-, anoche Rosalía abarrotó el mismo lugar, y desató un karaoke de comienzo a fin, con una propuesta que configura una síntesis de las conductas sociales virtuales de estos tiempos, acompañada de la mejor música para celebrar la noche. Durante dos horas la cantante y compositora de Barcelona hizo un show con cámaras siguiendo cada uno de sus movimientos y expresiones, como una selfie en movimiento incesante o, si se quiere, un programa de televisión en vivo, en una celebración de su persona porque el talento la desborda.

El ingenio de su número plantea una experiencia con dos entradas. Podías ver el show opción a) siguiendo la acción del escenario concentrada en su figura y el cuerpo de baile que la acompañó en la mayoría de las canciones, más el elástico camarógrafo encima de sus movimientos, o ella misma sosteniendo la cámara (o un bailarín); opción b) observar la captura del lente en un par de pantallas como un videoclip, el producto final montado en un escenario minimalista de fondo y techo blanco.

Con apenas tres álbumes, Rosalía encaja una treintena de temas que oscilan entre la fiesta callejera, pegajosa y coqueta, y piezas melodramáticas pensadas para hacerse un ovillo, como sucedió con G3 N15. “Fue como escribir una carta”, contó. La voz se apoderó espectacularmente del recinto, mientras giraba recostada en una tarima y el tiro de cámara la captaba desde lo alto.

Otro cuadro memorable, entre varios, sucedió con Motomami. No solo aleonó al público al introducir el tema, sino que los bailarines se contorsionaron conformando la silueta de una motocicleta montada por Rosalía, interpretando impecable la canción que da título a su último álbum, publicado este año.

Con sólo calzarse los lentes en un primerísimo primer plano en la intro de La Fama, el público chilló desaforado. Se colgó una Gibson Les Paul negra para cantar Dolerme, como respondió la petición de alguien del público que solicitó Catalina, un tema fuera de programa que aún no edita. Pidió silencio y la cantó, un gesto escasísimo sino imposible en artistas de este nivel.

Después le regalaron un carreteado ejemplar de Desolación de Gabriela Mistral, se puso un gorro que le arrojaron, se colgó la bandera entre los hombros, se convirtió en heroína gótica cantando con un largo vestido, subió gente al escenario, cedió el micrófono para que personas de la audiencia cantaran largos estribillos. Interpretó Hentai con el público superando su voz. Cortó unos mechones de su cabello y los arrojó.

“Me siento bien a gusto desmaquillá y despeiná”, dijo mientras se sentaba al piano y el “mijita rica” se oía como un vendaval.

Aunque su música prácticamente envasada, sin banda en vivo, hace eco del urbano, cuando Rosalía canta hay toda una tradición detrás de flamenco y copla, fundida en una electrónica actual.

No está demás pensar en ella para el festival de Viña del Mar, como representante de lo mejor que ofrece el pop de España. Es una estrella en pleno ascenso y energía sin límites para expandir sus capacidades, que son muchas. Fenomenal cantante, carismática, baila con gracia sólo posible si corre sangre latina, y el público queda rendido de inmediato, como sucedió anoche.