Fue cerca del mediodía cuando Hernán Rivera Letelier (72) recibió el aviso de una videollamada. Al otro lado de la pantalla estaba Julieta Brodsky, la ministra de las Culturas, quien le dio una noticia que lo dejó helado. Tras cinco postulaciones, por fin había ganado el Premio Nacional de Literatura. Al escuchar a la secretaria de Estado, Rivera Letelier solo atinó a contestar: “¡Suácate!”.
Con esa impronta campechana y popular, Rivera Letelier ha escrito una obra que se asienta en el Norte Grande, en la Pampa del Tamarugal, los resabios de las salitreras y la vida en el desierto. Ese tinte regional y provinciano es el que finalmente le significó ganar el premio. Así lo aseguró el jurado en su resolución.
En medio del ajetreo, en el que -asegura- ha recibido llamadas de Alemania, Francia, España, México, Argentina, y que en su celular acumula 140 mensajes de felicitaciones vía Whattsapp, se da el tiempo para recibir la llamada de Culto, en la calma de su hogar, en Antofagasta. Ahí, confiesa que recibe el premio con bastante mesura, sin aspavientos.
“Lo tomo con mucha humildad. Es un premio que tal vez yo no lo merecía, pero -y lo digo sin falsa modestia- creo que mi obra y mi duende -quien escribe las novelas-, sí lo merecían”, señala.
¿Considera que este premio es un reconocimiento a la literatura de provincias?
Yo pienso que sí. Especialmente al norte del país. Da la impresión que el arte llegaba hasta Valparaíso y para el norte no pasaba nada. Esto es un reconocimiento al artista de provincia.
Usted nunca ha sido un favorito de la crítica. ¿Qué le pasaba cuando leía las críticas tan duras para su obra?
Yo aprendí desde el principio que la criticas malas había que masticarlas, sacarle lo que hubiera de vitaminas y el resto escupirlas, porque si te las tragas, te envenenas. Y con las críticas buenas también, había que masticarlas y botarlas, porque si te las tragas, te hinchas. Además, a mí las críticas no me hacían daño porque con toda mi historia de vida me defendía muy bien.
Mirando en retrospectiva, ¿qué recuerda del momento en que publicó su primer libro -La reina Isabel cantaba rancheras- y le fue bien?
Yo iba por la mitad de la escritura de La reina Isabel cantaba rancheras, y me di cuenta que había novela, que la tenía pescada de la rueda, que no se me escapaba. Que me iba a cambiar la vida. Cuando se publicó y tuvo el éxito que tuvo, quemé todas mis naves, me cancelé en la mina Pedro de Valdivia y me fui con lo puesto a Antofagasta. Con la plata del Premio del Consejo Nacional del Libro (en 1994) me compré una casa porque antes de eso no tenía dónde caerme muerto. Luego quedé de brazos cruzados, sin un puto peso, pero con el segundo libro, Himno del ángel parado en una pata (1996), empezaron las traducciones a otros idiomas.
Ahora con el premio ya ganado. ¿Siente que le falta algo?
Me falta escribir la obra maestra. Siempre he estado en eso, y he tenido suerte de no hacerla, porque el que la hace, a la siguiente muere o no puede escribir más, como le pasó a Juan Rulfo. Escribió la obra maestra muy temprano y no pudo escribir el resto de su vida. Hay que irse escalón tras escalón.
¿Por qué cree usted que sus libros le gustan a la gente?
Lo que me dice la gente es que soy un buen contador de historias. Que se leen y releen mis libros, porque dicen que aparte de gozar la historia que les cuento, tienen placer estético en la lectura. Eso lo da la poesía. Yo soy un poeta que escribe novelas. Más que lo que cuento, lo que atrapa a los lectores es el cómo lo cuento. Eso es lo importante en literatura. Es más importante el cómo que el qué.
Entonces, ¿cómo es su proceso para ponerle poesía a lo que escribe y la gente enganche?
Eso lo aprendí en los 15 años que escribí poesía. Escribir poemas te hace ser un amante de las palabras, te da sentido de síntesis. Los mejores novelistas son los que empezaron escribiendo poesía. Yo soy un amante de las palabras.
¿Y qué poetas le gusta leer por gusto?
Cuando estoy cansado de escribir, leo poesía. Al país que voy, me traigo una antología de poetas, y soy un convencido de que los poetas chilenos son los mejores de Hispanoamérica. De los que están vivos, te puedo nombrar a Óscar Hahn, Manuel Silva Acevedo, Jorge Montealegre Iturra; o Claudio Bertoni, mi gran amigo. Y de los muertos, Jorge Teillier.
¿Que hará ahora?
Seguir escribiendo en busca de la obra maestra. Sé que nunca la voy a hacer, pero en cada obra uno se tiene que acercar un poquito más. Tengo tres novelas inéditas para publicar, pero aún no tengo una fecha, porque recién saqué un libro, Hombres que llegan a un pueblo.