Camila Cabello (25) se contonea con un traje multicolor, invita a perrear y asegura que la fama del público chileno está completamente justificada, mientras telonea la gélida primera noche de Coldplay a tablero vuelto en el Estadio Nacional. Sobrevino una larga pausa con las pantallas gigantes repitiendo videos y avisos de las acciones patrocinadas por la banda británica para hacer del planeta un lugar más limpio, habitable y solidario, una tradición del rock que se remonta a los días en que a George Harrison se le ocurrió un concierto en beneficio a Bangladesh hace 51 años.

Cuando el show sumaba media hora de retraso, apareció en el escenario una mujer con acento argentino solicitando al gentío de la cancha que se moviera a la izquierda, sino el espectáculo se vería amenazado. Nadie entendió muy bien la instrucción, y el público se mantuvo mayoritariamente en su sitio. Más anuncios para un mejor planeta, otros describiendo acciones en el estadio que ayudarán a contar con energía para el concierto de esta noche, y direcciones web para comprar merchandising con tenues sintetizadores de fondo, como una versión anémica de la intro litúrgica de Where the streets have no name, el clásico de U2 que inspira unas cuantas creaciones de Coldplay. Nada de un setlist propicio para calentar el ambiente que helaba en el Nacional con esporádicas gotas, sino la compañía de sintes arrulladores.

Rozando los 40 minutos de espera, una pareja se asomó al escenario. Él se presentó a los gritos como Rodrigo, ella pronunció algo ininteligible, pero ambos estaban claramente emocionados por anunciar al conjunto londinense formado en 1996.

Se escucha Flying theme de la banda sonora de E.T. (1982), el clásico familiar de Steven Spielberg. De pronto las pantallas muestran imágenes en blanco y negro del cuarteto liderado por Chris Martin, caminando decididos en bastidores rumbo al escenario. Se activan las 35 mil pulseras luminosas disponibles, explota el cotillón cubriendo gran parte de la cancha, se encienden las tres pantallas con imágenes multicolores, y Coldplay se toma el Nacional con High power a discreto volumen, y una textura poco natural. El bajo de Guy Berryman suena plástico, la caja de la batería de Will Champion lleva efecto, la guitarra de Jonny Buckland con su economía de acordes aprendida de The Edge aporta con lo justo, para que el sello final lo marque Chris Martin, su voz inalterable y la imagen de un joven eterno, dueño del carisma suficiente para sostener la atención sin descanso, a pesar de la generosidad visual del espectáculo.

El encanto de la pulsera que funciona en determinados temas permanece inalterable. La imagen del estadio encendido en clave multicolor con decenas de miles de asistentes moviendo los brazos, resulta conmovedor. Las cámaras captaron a personas emocionadas hasta las lágrimas.

The Scientist con Chris Martin al teclado, bajó rápidamente la energía de la noche. “Guapos y guapas gracias por existir”, dijo en un accidentado español, conquistando las sonrisas del público. La banda avanzó por la pasarela hasta el escenario B para interpretar Viva la vida, Hymn for the weekend y Coloratura, con el líder nuevamente al teclado.

Coldplay volvió al escenario A para que las pulseras se encendieran al turno de Paradise, una de tantas donde el estribillo dice “ohhh”. En la siguiente parada, el primer hit Yellow, el Estadio Nacional se tornó completamente amarillo. Luego Chris Martin se rió de lo helado que estaba. “¡Mis manos están frías!”, exclamó tras un par de rasgueos en una guitarra acústica. Hubo un atisbo de Sunrise, pero el líder la interrumpió riendo. Por unos segundos, ese montaje de categoría mundial se convirtió en una sala de ensayos.

Continuaron alternando entre los escenarios A y B hasta que hacia el final la banda se trasladó hasta un tercer espacio, frente a las graderías que son memorial de la función del recinto de Ñuñoa tras el golpe de estado de 1973.

En ese punto simbólico del Estadio Nacional donde nunca llega ningún artista, Chris Martin dio las gracias a Princesa Alba, la primera telonera de la tarde, y a los guardias de seguridad, junto con pedir disculpas por el precio de las entradas en ese lejano y pálido debut en Espacio Riesco en 2007. Notable gesto.

En el siglo XX los padres solían odiar las bandas favoritas de sus hijos y viceversa. Ahora no. Un grupo como Coldplay trabaja por ser del gusto de todos, y que todos se sientan a gusto. Por lo mismo, el volumen no está pensado para cubrir varias comunas a la redonda. La recompensa está en las luces y el carácter simpático de Chris Martin y su banda especialista en canciones que invitan a levantar los brazos por un mundo mejor.