El ambiente estaba tenso, cargado. Por redes llegaban imágenes del público vulnerando los accesos del Estadio Nacional por avenida Grecia, mientras hordas hacían lo propio saltando las barreras de cancha en dirección a la zona VIP. Algunos guardias se trenzaban a golpes con los descolgados, otros se resignaban a un problema de organización de una productora con años de circo como Bizarro, que un par de horas más tarde responsabilizó en un comunicado a la delincuencia imperante y la acción del gobierno, junto con destacar sus medidas reforzadas para este evento multitudinario, que claramente no dieron abasto.
La organización atinó adelantando en 15 minutos el show originalmente pactado a las 21:30. Apareció un conteo de reloj hasta que a las 21:15, en medio de una dramática música orquestada, se divisó en la pantalla gigante la imagen de un avión dorado a punto de aterrizar. De pronto, desde una puerta de la aeronave, surgió Daddy Yankee, en todo un alarde de tecnología al servicio del espectáculo. Caminó por un ala para arremeter con Campeón, uno de los mejores cortes de su notable regreso discográfico de este año -Legendaddy-, tras una década de silencio en el estudio, con un álbum bajo su nombre. Aunque uno de los versos proclama “ya estoy hecho, me puedo retirar”, las decenas de canciones que azotaron la noche del martes en Ñuñoa durante las siguientes dos horas, fueron una demostración inapelable de que el astro puertorriqueño de 46 años, pionero y guía de al menos un par de generaciones musicales que imponen el urbano, tiene toda la energía, el carisma y la historia de su lado, para continuar reinando. Eso de retirarse no parece tener sentido.
Daddy Yankee fue un wurlitzer con un éxito tras otro de manera abrumadora y rotunda, un fiestón completo. Incluso un corte nuevo como Remix, aderezado con la imagen de la cabeza de un carnero en las pantallas y unas líneas absolutamente contingentes -”ahora sube la foto pa’ que la vean, tiene a to’ el mundo loco, pero pichea, me gusta más el remix que la original”-, fue coreada de inmediato, logrando un efecto que, a estas alturas, es casi mágico en un concierto pop: el público guardó los teléfonos por unos minutos, para gozar bailando y cantando.
Las llamaradas en el escenario llegaron con Problema, calentando el ambiente para el primer clásico de clásicos de la noche con Rompe. “Chile, ¡puño arriba!”, ordenó Daddy Yankee. La pantalla gritó Rompe en grandes letras, y todo el estadio se convirtió en energía.
Luego Daddy hizo la primera alusión a su despedida. “Esto es real”, sentenció, atacando de inmediato con Machucado -”sin miedo déjate llevar por el mambo”-, con todos cantando, y la animación de un gorila copando las imágenes. “El dinero y la fama no me han cambiado”, ametralló el boricua, y el Nacional respondió levantando las manos.
Llegó otro clásico entre clásicos como Lo que pasó, pasó. “Tengo tantos recuerdos bonitos con este tema”, contó Daddy Yankee antes del karaoke masivo. Sin pausa, continuó con Rumbatón y su sobredosis caribeña.
Más karaoke con Ella me levantó -”tú me dejaste caer y ella me levantó”-; luego el astro trató de hablar, pero el público lo interrumpió gritando su nombre.
“Ustedes saben que esta es mi despedida”, reiteró, para relatar a continuación la génesis de Mayor que yo, seguida de No me dejes solo.
Sobrevino entonces un bloque agrupando colaboraciones, como una manera sutil de establecer su influencia sobre la genealogía urbana, y a la vez reconocer a artistas como Zion & Lennox (Príncipe y Yo voy), Sech (Sal y perrea, con osadas coreografías), y Lunay (Soltera).
Intercaló otro hit con Llamado de emergencia, abriendo fuego mediante ese verso definitivo que dice “ven y sana mi dolor”, seguida de Shaky Shaky con una bailarina dándolo todo.
En una hora antes del bis, Daddy Yankee encajó casi una veintena de temas sin bajar las revoluciones, como una usina encargada de producir fiesta y algarabía.
La energía, entrega y detalle del puertorriqueño, con un número de categoría mundial que nunca cede, es un buen ejemplo a seguir para Polimá Westcoast, la estrella nacional urbana identificada con el trap de ascendente carrera, subrayada por el éxito internacional del single Ultra solo junto a Pailita, que actuó como telonero.
Durante 40 minutos, el artista nacional ofreció un número plano donde el más entusiasta era el MC que lo acompañaba. El cantante de 25 años no fue particularmente enérgico, bailó poco y nada, recurrió a clichés para ganar a la audiencia, y ofreció un cuerpo coreográfico más empeñoso que coordinado.
Su espectáculo recuerda esos rayados de antaño, en un auto recién salido del taller: en rodaje.