Columna de Marcelo Contreras: Mil Tambores en Valparaíso: Nada de choro

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En dos décadas, la oferta de arte y fiesta popular porteña pasó de múltiples opciones de categoría -alguna vez se presentó Café Tacuba en los desaparecidos carnavales-, al redoble monótono de batucadas y comparsas, la esencia de los Mil Tambores. Si ese es el gusto masivo, vale. La programación de ribetes internacionales involucionó como tantas otras expresiones porteñas, a una manifestación chata teñida de demandas sociales.



La fiesta de San Gennaro acapara Little Italy por casi un siglo en septiembre con puestos de comida y bebida incluyendo alcohol, por las estrechas calles de aquel punto histórico de Manhattan. Se acumulan montañas de basura, como está lleno de policías y baños químicos. En el barrio de Lapa en Rio de Janeiro se arma un fiestón los fines de semana. Abundan las caipirinhas, los baños públicos y los policías con armas a la vista. En Amsterdam, ciudad sinónimo de diversión, existen unos ingeniosos urinales para evitar evacuaciones random. El Khao San en Bangkok implica un carrete de cuadras con comida callejera, tragos y música en vivo. Son todos ejemplos de uso del espacio público en función de la fiesta, sin llegar al desmadre.

Valparaíso mantiene una tradición de espectáculo y parranda por varios días desde los Carnavales Culturales iniciados en 2001 hasta 2010, relevado por el Festival de las Artes, hasta llegar a Mil Tambores. Sin embargo, esta última actividad que siempre ha despertado resistencias en una parte de los porteños, provoca rechazo por sus consecuencias nefastas e invariables. El pasado fin de semana fueron detenidas 28 personas y un efectivo de carabineros perdió cinco dientes tras el ataque de una turba. “Lamentablemente siempre se destaca lo malo de Mil Tambores”, se quejó el alcalde Jorge Sharp.

6 Mil Tambores.

“Los Mil tambores deberían irse a Saturno”, propone Juan Veas, un antiguo vecino del cerro Alegre, residente en las inmediaciones de las zonas donde se concentra la masa para enfiestarse, una vez concluida la actividad que sucede a tres kilómetros rumbo a Playa Ancha.

¿Se destaca siempre lo malo de Mil Tambores? Basta revisar la última cobertura y de versiones previas para descartar los reclamos de Sharp.

El problema no es la actividad en sí, sino la celebración posterior, su asquerosa resaca y el descontrol que cunde en el sector de Cumming y Elías, las mismas arterias donde remata otro evento característico como Valparaíso Cerro Abajo, una fiesta deportiva de nivel mundial con masiva concurrencia sin estragos, a diferencia de Mil Tambores. Los desmanes y la inmundicia no son inventos. Tan así, que la alcaldía ciudadana, decretó ley seca durante las versiones de 2017 y 2018.

La escala Caracoles, que conecta con una plazuela a la salida del ascensor Reina Victoria, histórica zona de riñas y ataques mortales, queda convertida en una cascada de orina, fecas y desechos. Por cierto, el pasado fin de semana, los funcionarios del centenario ascensor -uno de los pocos funcionando en el puerto- evitaron agresiones dejando pasar a prepotentes jóvenes que caja de vino en mano, se ahorraron una tarifa de $100.

“¿Por qué no se juntan en la ex cárcel?”, propone Juan Veas, en alusión al contiguo Parque Cultural de Valparaíso, un magnífico recinto con grandes espacios y habitabilidades en un punto neurálgico de los cerros, a escasa distancia del sector donde ocurren los tradicionales desmanes.

En dos décadas, la oferta de arte y fiesta popular porteña pasó de múltiples opciones de categoría -alguna vez se presentó Café Tacuba en los desaparecidos carnavales-, al redoble monótono de batucadas y comparsas, la esencia de los Mil Tambores. Si ese es el gusto masivo, vale. La programación de ribetes internacionales involucionó como tantas otras expresiones porteñas, a una manifestación chata teñida de demandas sociales -”por el derecho a la vivienda” fue la consigna de este año- que por justas que sean, probablemente merecen otros canales más que acaparar una fiesta que hasta no hace mucho, pertenecía a todos.