Aliviada porque su marido de toda la vida estaba muerto, por fin muerto, la señora Josefina se retiró de la funeraria con una urna de cristal que contenía los despojos cenicientos de su difunto esposo Joselito.
No había cumplido la voluntad de Joselito, quien le había dicho en numerosas ocasiones:
-Si yo me voy primero, me entierras en el cementerio, al lado de las tumbas de mis padres y mis abuelos.
La señora Josefina no había sepultado el cuerpo sin vida de su marido Joselito porque incinerar sus restos era menos costoso que enterrarlos en el camposanto.
-Y si no es mucha molestia, te pido que vayas todos los meses a dejarme flores -le había pedido Joselito.
Pero la señora Josefina estaba enojada con su marido de toda la vida. Se había casado con él cuando apenas tenía veinte años: ahora era una mujer de sesenta. Joselito había fallecido tras cumplir setenta y un años. Perdió la vida copulando con una prostituta en un hotel cercano a su casa. Consternada, la meretriz llamó a la recepción del hotel:
-Llamen a una ambulancia -rogó, sollozando-. El señor Joselito se me ha enfriado.
Cuando la señora Josefina llegó al hotel, la prostituta le dio el pésame. El cadáver desnudo de Joselito yacía sobre la cama. Ventrudo, velludo, calvo, Joselito había sufrido un infarto mientras follaba con la mujer de paso. Josefina se quedó sorprendida al ver a su marido muerto con el pene sin embargo erecto como si fuera un mástil sin vela ni bandera.
-El señor se tomó tres viagras -dijo la prostituta, compungida, antes de prestar su declaración a la policía.
La señora Josefina se sintió traicionada por el finado Joselito. Le había sido fiel toda la vida, cuarenta años largos. Joselito era el único hombre con el que había tenido comercio carnal. Le había entregado su virginidad. No lo había engañado con otro hombre. Por eso estaba furiosa con su marido. Por eso decidió incinerarlo en la funeraria y no sepultarlo.
Antes de salir de la habitación donde había ocurrido el deceso de su marido, la señora Josefina tomó varias fotos del cadáver con la insólita erección. Luego envió esas fotos a su único hijo, Josito, que vivía lejos, en otro continente. Le escribió:
-Tu papá murió haciendo chanchadas con una ninfómana barata. Ya no respira. Pero su pirulo sigue vivo. Qué impresión.
La señora Josefina no le dio tiempo a su hijo Josito de viajar al funeral:
-Lo voy a cremar esta misma noche. Por favor no vengas. Quiero estar sola.
Llegando a su casa, la señora Josefina arrojó las cenizas de su marido al inodoro del baño principal. Luego se sentó, defecó y dijo:
-Me cago en ti, Joselito.
Enseguida tiró la cadena y vio cómo las cenizas de su marido desaparecían para siempre en los albañales, entremezcladas con sus deposiciones fecales.
-Es aquí donde mereces estar -le dijo, a modo de despedida-. Porque eres un pedazo de mierda, Joselito.
Al día siguiente, la señora Josefina hizo tres cosas que no había hecho en sus sesenta años de existencia: entró en internet y compró un consolador, se dirigió a un concesionario y adquirió una moto y, montando en monto sin ponerse un casco, acudió a un parque donde vendían drogas y compró marihuana. Había decidido ser una mujer libre. No quería vivir con otro hombre. Quería estar sola, plenamente sola, y conocer unas formas de felicidad egoísta que aún no conocía.
Le gustaba salir en moto después de fumar marihuana. Había dejado de pintarse el pelo. Lucía sus canas con orgullo. Había dejado de ponerse sostén. Le gustaba que sus pechos respirasen con libertad. Había dejado de ir a misa los domingos. Se sentía agnóstica o incluso atea. Había dejado de leer los periódicos y ver las noticias en televisión. Prefería ver pornografía en internet. Le interesaban principalmente los hombres negros con dotaciones genitales aventajadas. Mirando cómo ellos se procuraban placer a solas, la señora Josefina echaba mano de su consolador y se permitía unos orgasmos espléndidos que jamás había tenido con su marido Joselito.
-Quiero que un moreno me la ponga -se decía a sí misma.
No respondía a las llamadas del teléfono. Lo tenía apagado y solo al final del día escuchaba los mensajes de sus amigas, que estaban preocupadas por ella. No quería ver a nadie. No quería recibir el pésame, las condolencias. Había quedado como la esposa cornuda, engañada. No se sentía a gusto en ese papel. Prefería estar sola, fumar marihuana y salir en moto. Le gustaba pasarse los semáforos en rojo. Si algún conductor o peatón la recriminaba, ella le gritaba:
-¡Que te monte un burro en primavera!
Y seguía a toda prisa, sin casco, jugándose la vida, sintiéndose joven, renacida.
Un domingo, bien pasada de marihuana, los ojos rojizos, la sonrisa delatora, la señora Josefina acudió al templo al que solía concurrir con su marido Joselito. Se sentó en una banca de la primera fila. Cuando el cura hizo señas para pasar a pedir la limosna, la señora Josefina se puso de pie, recogió la canastita y empezó a acercarla, fila por fila, a los fieles, muchos de los cuales la conocían. Si depositaban solo monedas, les decía, en voz bajita:
-No seas tacaño. Déjame caer un billete, dale.
Algunos feligreses sonreían, sacaban la billetera y, para complacer a la viuda, echaban un billete o dos en la canasta. Sin prisa, la señora Josefina recorrió la iglesia entera, colmada de fieles, y luego caminó hacia la zona posterior, echó una mirada a la canasta, comprobó que estaba llena de billetes y, sin vacilar, ejecutó su plan: salió del templo con la canasta, subió a su moto y se marchó a toda prisa, hurtando las donaciones de los fieles, riendo a carcajada limpia. Nadie la persiguió. Nunca más volvió a esa iglesia. No robó el dinero porque lo necesitase. Su marido Joselito le había dejado varios millones en el banco y en acciones. La señora Josefina había vendido todas las acciones. Era rica, moderadamente rica, lo bastante para no trabajar el resto de su vida. Robó las limosnas porque le parecía divertido. Eran las travesuras que hacía cuando fumaba marihuana.
No contenta con el consolador a pilas que había adquirido, compró otros en internet y aprendió a regocijarse sola, viendo morenos aventajados en páginas de adultos. Hasta que el cuerpo le pidió a un negro de verdad. Canosa y delgada, la señora Josefina, con sesenta años, todavía se permitía un apetito erótico y se consideraba atractiva para su edad. Le daba vergüenza subir sus fotos a las páginas de internet donde los veteranos como ella buscaban pareja. Temía que sus amigas las viesen. Por eso decidió que iría al parque del pecado a levantarse a un moreno bien dotado. No fue fácil despojarse de pudores e inhibiciones. Al parque del pecado, en el centro de la ciudad, acudían a medianoche señores mayores, buscando a un muchacho en alquiler, y raramente concurrían también señoras solitarias, deseando la compañía de un prostituto, un soldado en su día de franco, un atleta menesteroso. Pero la señora Josefina no quería a un jovencito cualquiera: estaba obstinada en tener relaciones con un afroamericano, su primer varón aparte de su finado esposo Joselito.
Por supuesto, fumó marihuana y se dirigió al parque en moto, sin ponerse un casco, el pelo canoso alborotado por el viento, el corazón latiendo deprisa, como una adolescente en sus primeras citas de amor. Daba vueltas y vueltas por el parque, buscando al negro de sus sueños, pero no había afroamericanos en el parque del pecado, y los jovencitos que se le ofrecían le parecían esmirriados, bobos, flacuchos, muy poca cosa:
-Señora, ¿me deja ser su jinete?
-Mamita, quiero ser tu macho.
-Tía, ¿quieres comerte esta serpiente?
Pero la señora Josefina se detenía, los miraba fijamente, sonreía con aire displicente y proseguía su búsqueda incansable. No encontró a un amante turbador en el parque del pecado. La suerte le era esquiva. Al parecer, los muchachos negros no se ofrecían, o no allí.
Una noche tarde, salió en moto a la gasolinera a comprar helados, estacionó en el grifo y escuchó una voz que le decía:
-¿Le lleno el tanque, señora?
Era un moreno fornido, en un mameluco azul. La señora Josefina sintió mariposas en el estómago. Con una sonrisa adolescente, con la viva ilusión de conquistarlo, le dijo:
-Sí, lléname el tanque.
-A la orden -dijo el moreno.
-Lléname bien el tanque -insistió la señora Josefina-. Hasta la última gota.
Le hizo un gesto coqueto al dependiente y ambos sonrieron con extraña complicidad, como si dicho encuentro hubiese estado escrito en el libro azaroso del destino.
-¿A qué hora terminas? -le preguntó la señora Josefina al moreno en mameluco, tras pagarle y dejarle una buena propina.
-A las cinco de la mañana -dijo el muchacho.
-Vengo por ti -dijo la señora Josefina-. ¿Me esperas?
El joven sonrió, sorprendido, y dijo:
-Acá la espero, doña.
En su casa, la señora Josefina contó las horas fumando marihuana, viendo pornografía, estimulándose, ilusionándose con el señor de la gasolinera, pensando cuán aventajado sería, cuán dotado sería para los lances inciertos del amor. Se sentía joven, libre, feliz. Agradeció que su marido Joselito estuviese muerto, bien muerto, por fin muerto:
-Menos mal que te fuiste, Joselito -dijo, para sí misma-. No te extraño un carajo. Me hiciste un gran favor.
Faltando quince minutos para las cinco de la mañana, ya la señora Josefina estaba aparcada en la gasolinera, la moto apagada, esperando al dependiente uniformado. Se llamaba Jair, o eso decía su mameluco azul: Jair Tostao. Cuando, todavía en uniforme, el joven subió a la moto de la señora Josefina, esta le preguntó:
-¿Te digo Jair, o Jair Tostao?
-Mejor dime Tostao -respondió el muchacho.
Se rieron, cómplices, impúdicos, como si estuviesen fugando de una cárcel, o asaltando un banco.
-¿Quieres comer algo? -preguntó la señora Josefina-. ¿O vamos de frente a mi casa y después comemos?
-Vamos de frente a tu casa -dijo Jair Tostao, con una sonrisa coqueta que delataba sus intenciones de conquistador.
-¿Vas a llenarme el tanque? -preguntó la señora Josefina, y se sintió una meretriz, y se sintió liberada y feliz.
-Lleno bien lleno -dijo, sonriendo, el joven-. Y voy a medirte el aceite.
Llegaron deprisa, pues la señora Josefina vivía a pocas cuadras de la gasolinera. Antes de salir al grifo, había deslizado debajo de su cama todas las imágenes religiosas de la habitación, la sala, la casa entera. No quería que sus virgencitas, sus santitos y sus beatitas la viesen encamándose con el empleado del grifo. Se besaron con ardor. Jair Tostao olía a gasolina, a aceite, a neumáticos quemados, pero así estaba bien para la señora Josefina: ella no quería un polvo higiénico y comedido, sino una refriega virulenta, impredecible, bestial. Entonces Jair Tostao se abrió y dejó caer el mameluco azul, exhibiendo un colgajo viril de dimensiones desmesuradas y en postura combativa.
-Alabado sea el Señor -dijo la señora Josefina, y se puso de rodillas, glorificando a ese hombre aventajado que apestaba a nafta.
El servicial Jair Tostao le procuró entonces unas formas de felicidad animal que ella desconocía, unos orgasmos sísmicos que jamás había experimentado. Luego se quedó dormido. La señora Josefina le tomó una foto dormido con el pene sin embargo erecto como si fuera un mástil sin vela ni bandera. Enseguida le envió la foto a su mejor amiga:
-Te presento a mi novio -le escribió-. Se llama Tostao. Me ha dejado tostada.