Si Porcupine Tree hubiera existido en los 70, habría sido una institución mayor del rock progresivo, cuando el género era mucho más estalinista en su concepción con el soporte de una fanaticada dominada por hombres exigiendo seriedad en la música, proclives a mirar bajo el hombro los contornos hedonistas y románticos del pop.
El trío británico liderado por el guitarrista y cantante Steven Wilson (54), cumple con todas las características que la etiqueta consideraba en aquel periodo: ambición intelectual con una visión crítica de la humanidad acompañada de una propuesta estética consonante, sostenida en talentos instrumentales superlativos para construir complejas piezas de múltiples secciones. También es probable que en el cruce hacia los 80 hubieran naufragado como sucedió con la casilla en general, que transitó de la popularidad y los ránkings con obras que vendían millones como ocurría con Pink Floyd, al nicho y la resistencia por una incapacidad de síntesis y concesiones.
La banda que completan el virtuoso Gavin Harrison (59) en batería y el tecladista Richard Barbieri (64), acompañados de Nate Navarro en bajo y Randy McStine en guitarra, no contempla más fechas en Sudamérica que el concierto ofrecido anoche ante un Movistar Arena completamente vendido, subrayando la pasión y arraigo de la audiencia chilena con el progresivo. Por algo el debut de Rush en el Estadio Nacional congregó a casi 50 mil personas en 2010, mientras en Argentina apenas 15 mil.
El público se encargó de ser protagonista desde el primer minuto de concierto y de respetar mayoritariamente la solicitud de Porcupine Tree expresada en un aviso por la pantalla gigante, de no utilizar teléfonos celulares en el transcurso del show, tal como exigió King Crimson hace tres años en el mismo recinto.
La asistencia disfrutó de una propuesta escénica inapelable con algunos guiños al diseño de luces de la gira Wind & Wuthering (1977) de Genesis y notables videos, haciendo hincapié en una de las ideas fuerza de Porcupine Tree, la descripción de una sociedad alienada y anestesiada. El sonido se impuso poderoso y resuelto, con apenas ligeros desbarajustes vocales en el inicio de Blackest eyes, el primer corte de un set dividido a la manera de los grandes en el progresivo, mediante dos sets y un intermedio.
Wilson, relajado y locuaz -la misma actitud del teatro Caupolicán en 2018-, dijo que interpretarían íntegro el nuevo álbum Closure / Continuation. Así también preguntó en la primera intervención, si el público podría mantener ese nivel de energía por casi tres horas.
A la altura de la monumental Anesthetize, el decimosexto título de la noche, Steven Wilson pudo constatar que el fervor seguía intacto. Muchos saltaban y otros coreaban lo imposible. Porque Porcupine Tree posee grandes cualidades musicales abarcando ambientes siderales a densos quiebres metalizados, pero lo que apenas bosqueja -la tarea pendiente que Wilson intenta abordar como solista-, son las melodías para recordar.
Lo que Genesis y Yes, por ejemplo, conseguían en medio de la pretensión compositiva -elaborar canciones majestuosas con enganche-, es una labor en desarrollo para Porcupine Tree. Las composiciones son verborreicas y alternan la matemática con pasajes más libres -la flamante Harridan es un caso-, pero finalmente cuesta retener algo parecido a un himno o un hit.