Ni la mayor exposición con la mejor curaduría puede incorporar aquellos intangibles que explican las piezas en exhibición. Inquietudes creativas, ambiciones autorales, golpes de inspiración son complementos silentes e invisibles del arte. El recorrido alrededor de “Ander. Resistencia cultural en El Trolley y Matucana 19″, hace poco inaugurada en la sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes, consigue sin embargo sugerir muy bien algunos de esos impulsos. Hacia la segunda mitad de los años 80, compartían el teatro, la pintura, la fotografía, el videoarte, la performance, la danza, el cómic, el fanzine y la música acogidos a esos dos informales espacios de Santiago Poniente tanto la precariedad de recursos materiales como la convicción de un gesto disidente. La muestra es atractiva por cómo cada objeto instala ideas poderosas sobre el esforzado pero vehemente entramado a su alrededor, cargado entonces por las circunstancias temibles de la represión oficial pero también por el hastío de sus creadores hacia formas de protesta a esas alturas más cerca del tópico que de la provocación.
La música chilena incorporada a la muestra es la que en esos años resistía fuera de las peñas o los encuentros parroquiales, y que en excepcional atención a tendencias cosmopolitas supo dialogar con otros oficios (el diseño gráfico, sobre todo), sabiendo que también el arte pop brindaba pistas de rebeldía e identidad inclaudicable. Las carátulas de los cassettes de Electrodomésticos; los afiches de tocatas de Fiskales Ad-hok; los peinados y chaquetas en las fotos de Gonzalo Donoso para Dadá y Pinochet Boys; las luces sobre los conciertos de La Banda del Pequeño Vicio; el inolvidable bajo eléctrico-metralleta en las manos de Tatán Millas, de Índice de Desempleo: las piezas a la vista hasta diciembre en el principal museo del país son las de una resistencia creativa evidente, aunque pocas veces considerada como tal en el relato instalado sobre música en dictadura. Su inteligente modo de sintonizar autodefensa y avanzada fue insolente y delicado a la vez.
Del humor no como evasión, sino como “un tipo de sabiduría”, habló Miguel Conejeros (Pinochet Boys) durante un seminario asociado a la exposición. A su lado, María José Levine (Primeros Auxilios, Upa) transmitía el impacto remecedor que tuvo entonces para una escolar chilena descubrir a Laurie Anderson (y a Nietzsche): “… no me puedo quedar en el Canto Nuevo. ¡Tengo que hacer algo! Estamos bajo dictadura, pero no estamos muertos”, recordó decirse a sí misma. Si los movimientos musicales suelen partir desde referencias inspiradoras, el “under” chileno de los 80 tuvo la particularidad (entre muchas) de más bien levantar otras nuevas, cuando nada a la redonda entonces le parecía digno del homenaje. Un “partir desde cero” casi literal, en identificación, en técnica y en recursos; entregado al “compartir tiempo, instrumentos, casas… camas… sin apego”. Acaso el mayor y más admirable intangible de aquella escena haya sido su motivación: ambiciosa en su carácter, sacudida y sonido, pero por completo despreocupada sobre sus (improbables) ganancias. Alta en ingenio y baja en cálculo, fue música sobre todo fiel a la llamada ineludible de una expresión urgente; que acaso por eso, en circunstancias tan diferentes, aún parece inspiradora.