Columna de Marcelo Contreras: Un mal chiste llamado Kanye West
Kanye West no es el primer artista afroamericano con delirios religiosos y mesiánicos. Le sucedió al pionero del rock Little Richard, alejado por un rato del estrellato para consagrarse al púlpito. Ocurrió con Prince, aficionado al puerta a puerta como Testigo de Jehová. La diferencia de Kanye radica en su prédica errática.
Las canciones y el impacto creativo de Kanye West dejaron de importar desde hace años en dudoso beneficio del desvarío y la provocación, como un reflejo de la toxicidad que hoy envuelve la fama mediática, donde importa el protagonismo sin reparar en los costos a la imagen propia, ni los daños a terceros. Los últimos episodios del rapero y empresario de la moda, baneado de Twitter e Instagram por dichos antisemitas, y demandado por la familia de George Floyd tras desechar su asesinato por brutalidad policiaca, confirman el interés en la polémica como herramienta promocional, sin importar que cada incidente horada los restos de una figura otrora inventiva y renovadora en el lenguaje del rap.
The life of Pablo, publicado en 2016, fue el último lanzamiento de West digno de atención aunque con reparos, mientras los siguientes cuatro discos han cosechado progresiva desilusión. Su último proyecto Donda en homenaje a su madre -figura central en la configuración de un carácter donde la genialidad es un atributo supremo-, generó malas reseñas. El artista símbolo de categoría en el hip hop, artesano de exquisito gusto para samplear y elevar al género nacido en las calles, con insoslayable giro aspiracional en la estética -vestía como un universitario blanco antes que un rapero bling bling-, fue desterrado del paraíso del halago unánime que disfrutó por lustros. El material se volvió chato, desprolijo y repetitivo, en una febril mezcla mesiánica y autorreferente.
A diferencia de la mayoría de las personalidades con problemas de salud mental, la bipolaridad del rapero y empresario de la moda no despierta compasión, ni parece contextualizar su comportamiento. Cada una de sus declaraciones y acciones, incluyendo la embarazosa postulación a la Casa Blanca, resulta peor que la anterior, en un torpe símil con el manejo de Donald Trump, indiscutido referente para Ye, como se hace llamar. Ambas miradas coinciden en comprender el mundo como una transmisión televisiva ininterrumpida, donde el pueblo es una masa con necesidad de divertimento y declaraciones desaforadas, bajo la certeza de que todo merece ser convertido en show. No importa si lo dicho encarna una brutalidad o una aseveración ofensiva sin prueba alguna, y así funciona tanto en la política como en los espectáculos.
Kanye West no es el primer artista afroamericano con delirios religiosos y mesiánicos. Le sucedió al pionero del rock Little Richard, alejado por un rato del estrellato para consagrarse al púlpito. Ocurrió con Prince, aficionado al puerta a puerta como Testigo de Jehová. La diferencia de Kanye radica en su prédica errática. No pretende salvar almas, sino anteponer diatribas de grueso calibre amparadas en una autoproclamada genialidad.
Tras las sanciones de Twitter e Instagram, el músico estaría interesado en adquirir la red social Parler donde “la libertad de expresión es lo primero”. Según la empresa, la participación de Kanye West contribuye a “la creación de un ecosistema incancelable donde todas las voces son bienvenidas”.
Un referente pop equivocado en los ribetes de la libertad, reducida a un derecho con licencia para expresar ocurrencias sin filtro, difícilmente puede señalar un camino redentor. La libertad funciona en la medida que se comprende el respeto y la empatía, cada vez más ajenos a la personalidad de Kanye West. La burrada de interrumpir a Taylor Swift en los VMA de 2009 no fue un hecho aislado, sino el inicio de una larga caída que ya no cuenta con el soporte de buenos discos, que permitan olvidar un mal chiste llamado Kanye West.