“Ese niño tiene ojos de halcón”, dijo uno de sus tíos mientras observaba el rostro rubicundo y la rubia cabellera ensortijada de Jerry Lee Lewis, versión bebé.
El rostro angelical era sólo una apariencia. El cantante y pianista nacido el 29 de septiembre de 1935 en Ferriday, Louisiana, muerto el pasado viernes a los 87 años en Nesbit, Mississippi, creció en una familia empobrecida y devota de la Asamblea de Dios, con un padre que iba y venía de la cárcel por destilar alcohol ilegal. Pésimo estudiante y apodado The Killer por sus compañeros, prefería recorrer garitos de mala muerte frecuentados por negros alcoholizados. Lo hacía en busca de canciones semejantes a Hellhound on my trail de Robert Johnson, el blusero que había vendido su alma al Diablo, cuya voz doliente había causado un profundo impacto en su niñez.
“Hay un perro del infierno
Siguiéndome el rastro”
Apenas detrás de Elvis Presley en el mismo sello Sun Records, Jerry Lee Lewis grabó algunas de las canciones que dieron forma al rock & roll. Su primer éxito Whole Lotta Shakin’ Goin’ On de 1957, es una indisimulada oda al sexo que perfectamete podría dar vida a un moderno y sucio reggaetón.
“Todo lo que tienes que hacer, cariño, es pararte en un lugar
Muévete alrededor solo un poco
Eso es lo que tienes que hacer, sí
Oh, nena, un montón de temblores continúan
Ahora déjate llevar una vez
Sacúdelo nena, sacúdelo
Sacúdelo nena, sacúdelo
Agítalo nena, vamos nena
Sacúdelo nena, sacúdelo
Vamos, un montón de sacudidas”
El siguiente hit del mismo año, la incendiaria Great balls of fire, condimentaba con algo más de romance, pero el sexo seguía latente. Curiosamente, Jerry Lee se oponía a grabarla porque iba en contra de sus valores cristianos. Solo tras una larga discusión con Sam Phillips, el propietario de Sun Records, el hombre que había lanzado a la fama a Elvis, accedió a su registro.
“Agitas mis nervios y haces vibrar mi cerebro
Demasiado amor vuelve a un hombre loco
Quiebras mi voluntad
pero qué emoción
Benditas grandes bolas de fuego”
Ambas canciones vendieron un total de once millones de copias. Luego se sumaron otros sencillos de éxito como Breathless y High School confidential, hasta que todo se desmoronó tras una visita promocional a Inglaterra en 1958, donde se descubrió el matrimonio con su prima en segundo grado Myra Gale Brown, de apenas 13 años, sin contar que Jerry Lee ya estaba casado desde los 16 con la hija de un predicador. Sólo a partir de la década siguiente, precisamente tras regresar a Gran Bretaña en plena beatlemanía, comenzó su revalorización como pionero del rock & roll.
Con el correr del tiempo, Jerry Lee conquistaría el country registrando una treintena de top 10, y cuatro primeros puestos en la misma categoría. Dado su aporte fundamental, estuvo entre los primeros miembros del Salón de la Fama del Rock & Roll en 1986.
Casado seis veces con igual número de hijos, dos de sus esposas fallecieron, la última bajo sospecha de maltrato. Uno de sus retoños murió ahogado en una piscina a los tres años, otro perdió la vida a los 19 en un accidente automovilístico.
Su carácter explosivo, el abuso de drogas y la bebida, los shows volátiles donde literalmente prendía fuego a su paso, la costumbre de cargar y disparar armas de fuego, lanzar cuchillos y despreciar a sus competidores, fueran Elvis, Chuck Berry o The Beatles, condujeron una vida plagada de incidentes novelescos.
Con cochecito y todo
Frankie Jean y Jerry Lee nunca se llevaron bien, relata la biografía Fuego Eterno: la historia de Jerry Lee Lewis (1982), de Nick Tosches. La hermana menor del futuro astro era una molestia constante. La niña reaccionaba con certeros puñetazos a sus habituales jugarretas. Un día su madre Mary le ordenó llevar de paseo a la pequeña. Jerry Lee la subió al coche y empujó durante largo rato hasta una colina. En la cima, reparó en una profunda zanja abierta con dinamita. Luego empujó el pequeño vehículo y observó tranquilamente cómo su hermana daba tumbos cerro abajo.
Al rato, figuraba en la cocina del hogar untando los dedos en un frasco de mantequilla de maní. Mary preguntó por la niña.
“Un gavilán, el más grande que he visto en mi vida”, relató sin dejar de lamer sus dedos, “la ha cogido igual que una gallina y se la ha llevado”.
“Con cochecito y todo”, remató.
Jerry Lee no soltó lágrimas cuando fue azotado con el palo de una escoba, al arribo de Frankie Jean completamente magullada con el rostro bañado en lágrimas.
Un pianista menos
Los años 70 fueron duros para Jerry Lee Lewis, girando en circuitos de mala muerte con escenarios cercados por mallas de gallinero para detener los botellazos. Los tiempos en que podía ganar 10 mil dólares por show eran un recuerdo. Durante una etapa apenas podía cobrar 200 dólares por actuación.
Un día mientras manejaba, vio a Liberace completamente maquillado y ataviado caminando por la calle.
“¿Sabes lo que voy a hacer?”, comentó a su acompañante, “voy a atropellar a ese hijo de puta. Habría un pianista menos del que preocuparse”. Hizo rugir el motor, pero finalmente desechó acabar con el extravagante intérprete.
Jerry Lee era devoto de la diversión total tras cada concierto. Organizaba fiestas en su habitación de hotel o recorría clubes. En Memphis tenía una oficina cuya única función era acompañar el alcohol con cocaína e ingerir diversidad de pastillas. De tanto en tanto, Jerry descargaba armas de fuego pulverizando vasos y botellas, o lanzaba gruesos cuchillos a la pared.
En una ocasión, después de tres días de fiesta, los participantes estaban completamente reventados. Todos, menos Jerry Lee.
Molesto, cogió una metralleta que había sido propiedad del legendario robabancos Machine Gun Kelly y la descargó en la habitación para despertar a los comensales y seguir la parranda. Al día siguiente acribilló la oficina contigua de un dentista, provocando daños por 50 mil dólares.
Piano al agua
En pleno apogeo, Jerry Lee Lewis se consideraba a sí mismo como el rey del rock & roll. Por lo mismo, se puso furioso cuando debió telonear a Chuck Berry. Decidido a dejar una marca insuperable, llenó una botella de Coca Cola con bencina y la derramó al interior del piano.
“Lo quemé hasta los cimientos”, declaró a la revista Rolling Stone en 1979. “Me obligaron a hacerlo, diciéndome que tenía que salir antes que Chuck. Se suponía que yo era la estrella del espectáculo”.
“Una vez empujé otro piano al mar”, continuó. “Intentaron darme un piano roto que no sonaba. Lo empujé fuera del escenario, a través de la pista de baile, por la puerta, y luego lo toqué en la acera y lo empujé al océano”.
Su padre Elmo, un marginal ex convicto, se convenció de que Chuck Berry quería restar protagonismo a su hijo en medio de una gira. Urdió un plan para matarlo, sin más sofisticación que perseguir al cantante y guitarrista con un cuchillo, hasta ser atajado por Jerry Lee. Al día siguiente Chuck y Elmo desayunaron como si nada.
En otra instancia, un bajista exigió su paga. Como respuesta, Jerry Lee le disparó en un hombro para después despedirlo porque no podía tocar. La justicia rotuló el caso como “accidente”.
Con su carrera en vivo algo más encaminada en tanto avanzaba la primera mitad de los 70, Lewis se presentó en el Roxy de Los Ángeles. Desde uno de los balcones emanaba una constante humareda de marihuana. Según los rumores, el mismísimo John Lennon observaba el show desde ese lugar.
En el post show, Jerry Lee compartía en el camerino con algunos músicos de su banda y una de sus hermanas, cuando llamaron a la puerta. Era Lennon. Caminó sin pronunciar palabra, se arrodilló frente a Lewis y besó la suela de uno de sus zapatos.
Jerry Lee odiaba a The Beatles. “Cada vez que escucho la radio”, se quejaba, “los Beatles aquí y allá. No me gustan sus cortes de pelo”.
De tal palo tal astilla
Memphis, 22 de noviembre de 1976. Jerry bebía champán en un club cuando recibió una llamada telefónica. Era Elvis, su némesis. El rey del rock le dijo que estaba triste.
“No te preocupes”, respondió Jerry Lee. “Voy a subirme a mi Rolls Royce, voy a ir a buscarte, nos iremos a algún sitio y estaremos mejor”.
El hombre de Great Balls of fire abordó el auto y condujo raudo hasta Graceland. Eran las 5 de la mañana. En la reja, lo esperaba el papá de Elvis, Vernon. Saludos de rigor y Jerry exige ver a Elvis.
“Killer”, respondió Vernon, “no puedo hacer eso”. Jerry Lee se enfureció.
“Conozco a ese chico desde que partió”, espetó, “y nada ha cambiado en lo que a mí concierne”.
Vernon observó sobre el tablero del vehículo un arma de grueso calibre y preguntó si la intención era matar a Elvis.
“Así es”, replicó Jerry Lee Lewis.
Echó marcha atrás, arremetió contra la reja y llegó hasta la puerta de la mansión. Dio puñetazos y gritó. Nada. En escasos minutos, estaba rodeado de policías.
Esa es una versión, pero existen otras de aquella visita a Graceland.
En las primeras horas del día 22 se acerca un Rolls Royce a la puerta de la mansión del rey del rock, con Jerry Lee y su esposa a bordo. The Killer solicita ver a Elvis, le responden que no es posible, se despide amable y se marcha. Horas más tarde Jerry Lee termina volcando el Rolls Royce y la policía deja constancia de hálito alcohólico en su reporte. Pasan las horas, Jerry Lee Lewis parrandea en el club The Vapors y a las 02:30 del día 23 abandona el lugar. 20 minutos más tarde figura en un Lincoln Continental del año frente a Graceland. Harold Loyd, el mismo guardia que la noche anterior rechazó la intempestiva visita de Jerry Lee, observa atónito. El hombre amable ahora suelta bramidos y maldice.
“Coge el maldito teléfono”, ordena. “Sé que tienes un sistema de intercomunicación. Llama y dile a Elvis que quiero visitarlo. ¿Quién diablos se cree que es? Dile que The Killer está aquí para verlo”.
“Llama a la policía”, fue la respuesta desde la mansión.
De pronto, Elvis apareció en la cabina de seguridad. Tartamudeaba.
“¿Qué... qué demonios está pasando ahí abajo, Harold?”, preguntó alterado.
“Jerry Lee Lewis está sentado en su coche aquí abajo fuera de la puerta, agitando una pistola derringer”, respondió el guardia.
Elvis seguía atropellando las palabras sin comprender qué quería Jerry Lee, mientras observaba a su otrora rival por las pantallas de las cámaras de seguridad.
Cuatro agentes detuvieron al cantante. Exhibía cortes por haber arrojado una botella de champán que reventó el vidrió de la puerta del copiloto. Durante el procedimiento, la pistola de Jerry Lee cayó al suelo. Estaba amartillada.
Un par de horas más tarde arribaron dos hombres para recoger el Lincoln. Harold Loyd reconoció a uno de ellos. Era Elmo, el padre de Jerry Lee.
“Jajaja ¿no es esto una mierda?”, comentó. “Me acaban de decir que se han llevado a mi hijo a la cárcel”.
Elmo iba en compañía del tipo que acababa de sacarlo de la prisión. Con 78 años, un par de noches antes había sido detenido por exceso de velocidad y ebriedad.