La última visita de Liam Gallagher a Chile terminó en su estilo: con polémica. Cuando apenas llevaba cuatro canciones, hizo unos gestos al micrófono y se retiró del escenario para no volver aduciendo dificultades para cantar. Casi cinco años después de ese final con exabrupto, el ex vocalista de Oasis se presentó en el Movistar Arena, como si esos más de cincuenta meses transcurridos no hubieran pasado.
Porque ese es el mayor pecado y, también, la mayor virtud del menor de los Gallagher. Todo su show es un pantallazo a la nostalgia. Para el cantante, el mundo parece detenido y sus hábitos son, curiosamente, los mismos que tenía hace treinta años cuando despuntó como estrella global. La previa de su concierto fue con temas de The Beatles y The Stone Roses, sus bandas favoritas. Luego, con las luces apagadas, aparecieron cánticos grabados del Manchester City, el equipo de fútbol del que es fanático, y la entrada al escenario fue con Fuckin’ in the Bushes como telón de fondo, el tema que abre el disco Standing on the shoulder of giants (2000), que es una copia descarada de la original sicodelia rockera de The Beta Band.
Gallagher sigue manteniendo esa voz rasposa, áspera, imitadora de Ian Brown, que lo convirtió en uno de los grandes cantantes de los 90, pero su música en plan solista –mejor olvidar a su proyecto post Oasis, Beady Eye- es anodina, chata, carente de inventiva, salvo excepciones de su último disco, C’MON YOU KNOW, como la emotiva More power –con disculpas a su madre por su lejanía autoimpuesta- o Everything’s electric, un tema que recuerda sospechosamente a Gimme shelter de Rolling Stones.
Los casi ochenta minutos de música son un acto unipersonal. Los demás compañeros no existen. Acá, el ego no se comparte. La figura es él. Más del 70% del repertorio son canciones de Oasis, que el público –en su mayoría, sub 40- disfruta, baila y canta con evidente pasión porque les recuerda sus buenos momentos de juventud.
Hasta allí todo bien. El problema es que el espectáculo de Liam Gallagher –como también le sucedía a su ex banda- es solo un revisionismo de los momentos mágicos del pasado, de canciones –sobre todo, de los primeros dos discos de Oasis- que, aunque es cierto que han envejecido bien, a casi treinta años de su creación parecen fósiles sonoros.
El pequeño Gallagher no tiene la creatividad de su hermano Noel, especialista en darle la belleza a la simplicidad, ni tampoco la inquietud estilística de su histórico rival, Damon Albarn. Pero en el escenario cumple con creces. Quizás por ese show interrumpido de 2018, su predisposición y sus ganas fueron excelentes en todo momento. Repartió besos a la gente, lanzó sus maracas al público al final del show y, cómo no, repitió la palabra “fuck” cada vez que se dirigió al auditorio.
A sus 50 años, lo mejor del ex Oasis es su sentido del espectáculo. Los años curtidos al amparo de la prensa amarilla y de cultura lo hacen siempre un personaje entretenido, capaz de atraer la atención. Y un profesional de la música: no soporta errores de su equipo. Se molestó con el sonido cuando interpretó Wonderwall e hizo repetir el inicio de Live forever porque las guitarras no habían entrado como correspondía. Gallagher todavía es una superestrella del pop, pero como novedad tiene poco que ofrecer. Tal vez, cuando acaben los insultos mediáticos con su hermano tenga una nueva oportunidad para reinventarse y volver a la gloria que fue. Por ahora, es solo un show de nostalgia sin brillo, pero con las canciones precisas para volver a sentir la algarabía de los 90.