Eduardo Gatti Benoit (Santiago, 1949) ha sido varios y ha sido el mismo. Como observan Gabriela Bade y Jorge Leiva en el sitio Música Popular, el autor de la incombustible Los momentos “ha representado, en diferentes momentos de su extensa carrera, el virtuosismo en la guitarra eléctrica, el rostro del primer hippismo chileno, la voz del Canto Nuevo y la solidez de la trova adulta. Sin embargo, su trabajo constante debe más bien instalarse dentro de una corriente de cantautoría sin más clasificaciones que su identidad personal”.
Ya cuando su grupo The Apparition grabó un cover de la celebérrima When a man loves a woman (Cuando un hombre ama a una mujer, 1968) hubo quien, entusiasta, lo llamó “el Eric Clapton chileno”. Y el uso periodístico de andar rotulando a los músicos no la ha tenido fácil en su caso. En tiempos de la UP, las radios y los propios sellos discográficos no sabían qué hacer con su grupo Blops (mejor conocido como Los Blops). Ninguna de las discográficas grandes quiso grabar con ellos, y fue Ángel Parra quien les produjo su segundo disco. Pero ni lo anterior ni la convocatoria de Víctor Jara para grabar El derecho de vivir en paz terminaron de encasillar a la banda ni a su ilustre integrante. Menos aún la olvidada aparición de Locomotora, también conocido como La locomotora, tercer y último elepé del grupo: un set inaudito de rock progresivo grabado antes del Golpe, casi enteramente instrumental, editado con 500 copias en 1974 y resucitado este año vía Spotify.
Décadas más tarde, la hora del pleno reconocimiento ha llegado, aunque no a la manera de una “nerudización”, cree el artista. Instalado en el verdor apacible del patio/parque de la casa chicureana donde se fue a vivir hace 25 años, pondera con su característica voz reposada los galardones del último tiempo, como el Premio a la Música Nacional Presidente de la República, otorgado hace un año, y el premio Figura Fundamental de la Música Chilena 2020, adjudicado por la SCD, que a su vez derivó en el documental El canto propio (2021), donde colegas, productores y estudiosos celebran su aporte.
No tiene estudio ni miniestudio en casa, pero allí es donde sigue tocando. Ahí compuso su más reciente sencillo, Bolero de la esperanza (Entre el odio y el temor hay un segundo / En ausencia del amor, sólo violencia), y ahí también se da un tiempo para seguir escuchando música.
“Es una dedicación”, cuenta. “Escucho como 20 minutos, y escucho de todo. Puede ser Leonard Cohen, que me encanta, sobre todo los últimos discos, que son alucinantes y que tuvieron muy poca difusión radial. Escucho a Mark Knopfler, que es un ejecutante maravilloso. Música africana también. Me gusta, porque aprendo con ellos. De hecho, muchas veces escucho, agarro la guitarra eléctrica y toco encima”.
Sobre los ritmos y las movidas contemporáneas, en tanto, dice advertir “una cierta pobreza musical”, una “gratuidad para llegar y publicar cualquier cosa”: “En el tiempo que a mí me tocó, y a muchos de mi generación, tú llegabas al disco. Un sello tenía que fijarse en ti y decir ‘a estos gallos los vamos a grabar porque son buenos’. Pero eso ya se terminó: hoy, cualquiera graba un disco en su casa. Con un equipito relativamente decente, puedes hacer una buena maqueta. Y eso ha hecho que haya mucho amateur en esto”.
Falta músculo, piensa también. Faltan carne y poesía. “Para todos nosotros era algo importante leer a Neruda, leer a Rilke, leer a la Mistral. Porque eso te da un ritmo para hacer las letras, te da una inspiración, enriquece tu vocabulario. Hoy, el vocabulario es muy básico”.
¿Se da la oportunidad de departir con músicos más jóvenes?
Sí, me ha tocado, aunque no tan jóvenes, tampoco. Hablo de músicos a los cuales admiro: por ejemplo, a Manuel García, a Gepe, que son innovadores y además son muy buenos músicos. He compartido con Camila Moreno también.
¿Se le juntaron muchos premios y reconocimientos? ¿O está bien así?
Yo creo que está bien, porque a mí me costó mucho esta cuestión. Y me costó mucha incomprensión. De partida con Los Blops: no nos tocaban en radios, nos atacaban de un lado y del otro. Para los de izquierda éramos unos hippies enajenados, imperialistas, porque tocábamos guitarra eléctrica, y para la derecha éramos unos volados jipientos. La misma cuestión. Y cuando empecé como solista, el 81, tampoco era fácil: si no hacías letras muy light, muy fáciles, inmediatamente eras sospechoso, pese a que mí nunca me han gustado las canciones contingentes, en el sentido de panfletos.
Mis letras eran raras. Todo el tiempo había pelambres: que este gallo es elitista, que nadie entiende lo que escribe. Y eso duró mucho tiempo, incluso en la década de los 90.
No calzaba con la figura del “artista comprometido”…
En esa época [los 80] hice todo lo que sentía como artista que tenía que hacer. Fui a tocar a campamentos, a ollas comunes, estuve muy asociado a la Parroquia Universitaria, a parroquias chiquititas que nos llamaban para ir a ayudar. E íbamos por nada. En ese sentido, estoy totalmente tranquilo. Lo que sí, nunca me subí a un escenario con el puño en alto ni ese tipo de cosas, porque nunca me ha interesado y no creo en eso. No les creo a los políticos, y cada día les creo a menos.
En el verano que siguió al estallido participó en un podcast de Álvaro Díaz [La canción es la misma] en el que dijo que veía por entonces legítimas demandas sociales, pero también un ambiente alterado. ¿Cómo vivió esos días?
Con cierta angustia, pensando también en que después vino la pandemia. Encuentro que había, obviamente, demandas legítimas, pero lo que no me gustó fue que, por esas demandas legítimas, termináramos pagando el pato todos los chilenos: que el centro esté hecho un asco, que no haya ningún respeto por las personas, por las mismas personas que estás defendiendo con tu posición. Romper infraestructura pública, quemar iglesias, me parece que no es el camino.
Muchos músicos participaron en la campaña del Apruebo. ¿Lo han invitado a instancias como esa?
Me invitan poco, porque tengo una visión distinta. Encuentro que Chile es un país hiperpolitizado. Escucho mucha música de Inglaterra, de Estados Unidos, de México, de España, y no veo que la música esté tan polarizada como está hoy en Chile.
¿Polarizada por el lado de quienes la interpretan?
No. Es como que hubiera escenarios de izquierda y escenarios de derecha, y eso no pasa en otras partes, nos pasa solamente a nosotros. Tenemos esa cosa que es muy cansadora, porque esto viene desde antes de los años 70. Yo me lo he vivido toda la vida y todo sigue más o menos igual. No veo un cambio en el discurso, más madurez. En vez de la gran ideología de que hay que cambiar todo, que haya cuestiones más aterrizadas: cómo ayudar en concreto en ciertas cosas. Eso no lo veo. Vivimos en un permanente choque de ideologías, y eso es agotador, porque en el fondo las ideologías no solucionan las cosas. Lo que soluciona las cosas son las acciones, lo que tú haces. Eso es lo que yo encuentro que no prospera.
Un ejemplo de esto lo veo en el famoso bono que les iba a dar a los artistas por la pandemia. Hay ene artistas que se lo merecían y que hicieron todo el trámite. Después de tres meses, les dicen que no estaba bien llenado el formulario y no sé qué cosa. Es lindo decir ‘ayudemos a los artistas’, pero en la práctica eso está pésimamente aplicado. Este tipo de cosas son tremendamente frustrantes.
¿Cómo han condicionado su trayectoria estos aspectos?
Yo manejo mi carrera un poco como una llamita en medio de vientos fuertes. Soy una persona súper abierta y tengo amigos en todos lados: tengo amigos comunistas, tengo amigos de derecha, tengo amigos de centro, tengo amigos religiosos, tengo amigos espirituales, de todo. Y si alguien quiere que colabore en alguna grabación, no ando preguntando de qué color es. Creo que es la única forma de que encontremos cosas comunes y no estemos todo el tiempo en una especie de estado de guerra permanente.
Además, toda esta polarización enorme es manejada por muy poca gente, por los partidos políticos, principalmente. Y la gente no está ni ahí. Mira lo que pasó ahora.
¿Con el plebiscito?
Claro. Eso fue una demostración de que el asunto no va por [el lado de] la ideología. El asunto va por una cosa práctica.
Que haya habido tantos músicos volcados con tanta convicción por una alternativa que obtuvo el 38%, ¿lo hace pensar que hay un divorcio ahí?
Hay algo de eso, y además supongo que para algunos artistas es bien visto estar al lado del pueblo, de la gente, lo que en el fondo son clichés. O sea, yo he estado al lado de la gente toda la vida. No tengo un problema en cooperar con alguien que lo necesita, o hacer cosas a beneficencia. Cosas concretas.
¿Ha habido momentos, como en los 80, en que se sintiera parte de algo junto a más gente?
Sí. Además, en ese tiempo tú tenías que ser muy sobrio. No era llegar y empezar a tirar piedras. Había que ser bastante cauto. Por ejemplo, en las canciones había mucha metáfora, lo que enriquecía el lenguaje y enriquecía la canción. Pensemos en Santiago del Nuevo Extremo, que tiene canciones preciosas. Nos tocó duro entonces. Después vino esta cosa más contingente con Los Prisioneros, diría yo en un momento en que el gobierno militar estaba un poquito anestesiado.
A propósito de Los Prisioneros, hay una especie de leyenda urbana, una historia que...
La conozco.
Se cuenta que Los Prisioneros tocaron una noche en el Café del Cerro, y que se estaban yendo del local cuando usted se estaba instalando para tocar. En ese momento, Jorge González le habría gritado, “igual nunca quedái mal con nadie”.
He conversado con Jorge en Viña y en otros festivales, después, y él ha sido siempre súper amable. Yo nunca le escuché decir eso y él nunca lo ha reconocido.
Después de que el Canto Nuevo lograra hacerse un sitio, los 90 lo hicieron recular. ¿Cómo lo pasó entonces?
Los 90 fue una época súper dura para mí. [Había] muy poca pega. También lo entiendo: vino la democracia, se abrió todo, y ya la gente no estaba mirando hacia adentro, sino hacia afuera. De alguna forma eso nos afectó y quedamos un poquito como... Como que lo nuestro ya estaba hecho, y voilà. Pero a partir del 2000, diría yo, se produjo un fenómeno bien curioso: la gente joven empezó a valorar lo que se había hecho para atrás y empezó a cambiar todo. Eso fue in crescendo, hasta el día de hoy.
¿Cómo se lleva con las etiquetas?
En los tiempos de Los Blops era un dolor de cabeza para los periodistas, para las radios. ¿Qué son estos gallos? No son folclore, por un lado; no son totalmente rock, por otro. Como era algo nuevo, no sabían cómo ponerle a lo que hacían Los Jaivas, Congreso, Los Blops. Yo creo que tiene que pasar harto tiempo para que las cosas se puedan clasificar. Cuando las cosas están ocurriendo, como pasó en los 70 con esos tres grupos, es muy difícil catalogar. Es como lo que pasóen Inglaterra: King Crimson, Robert Fripp, Brian Eno y todo ese movimiento tenían a todo el mundo desconcertado en un comienzo.
Eso de ser una “llamita” en medio de los vientos, ¿cómo lo maneja?
Lo mejor posible [ríe]. En ese sentido, soy un amante de la libertad. En los años 70 fui parte del movimiento hippie, de alguna forma, y para nosotros la libertad era una palabra importante. En eso yo no claudico.