Phoebe Bridgers es una mujer que cuida los detalles, que no deja nada al azar. Sus casi sesenta minutos de show, sueltan tributos para demostrar que su pasión por la música no es pose. Aparece vestida con una chaqueta y pantalones blancos, un manifiesto homenaje a Dolly Parton y, aunque permanentemente parece estar sumida en la tristeza, exhibe unos rugidos rabiosos propios del grunge.
En su debut en Chile en este lluvioso primer festival Primavera Sound, la solista estadounidense sorprendió en todo momento y corroboró porque, con apenas dos álbumes –Stranger in the Alps (2017) y Punisher (2020)- es una de las artistas femeninas de carrera ascendente.
Si en sus discos, su emo folk suena contemplativo y reflexivo, en el escenario sus temas ganan en espesor e intensidad. Bridgers tiene autoridad y manejo escénico. Y lo adorna con recetas clásicas del rock and roll como bajar a estrechar la mano de sus fanáticos para generar mayor complicidad. Es una alumna aplicada, que demuestra que estudia y analiza a sus héroes musicales.
Esa potencia y vigor se traspasó a un público entusiasta que, en su gran mayoría, conocía sus canciones y demuestra que estamos en una nueva era: ahora nadie se entera de la nueva música por las radios.
Bridgers y sus músicos se apropiaron con eficacia y eficiencia del termómetro existencial de la juventud y lo mezclaron con ingredientes noventeros. Su música, por momentos, tiene esa melancolía de los primeros Wilco y su guitarrista se inspira en la guitarra espectral de The Cure.
Pero el principal referente es el grunge. Bridgers tiene instinto noventero: tristeza y rabia profundas. Aunque canta con una tristeza cansada, en vivo gana en contundencia. Temas como Garden Song o Graceland Too dejan su autocompasión y suenan con fiereza, seguros de sí mismos.
Esa confianza hizo que Bridgers terminara su show con categoría. Remató con I Know the End encaramada arriba de unos fanáticos y aullando con brutalidad. Como si estuviera buscando a Kurt Cobain en el horizonte. Gran concierto.