Pocos músicos han sido tan azotados en el último tiempo como Travis Scott. Desde que en noviembre del año pasado en una presentación suya en el festival Astroworld murieron ocho personas, la figura del rapero estadounidense ha tenido encima todas las lupas.

A Scott le gusta montar espectáculos donde el desorden, el caos, son protagonistas. Acostumbra a subir fanáticos al escenario y empujarlos a lanzarse al público porque, dice, era fanático de la WWF en su infancia y los luchadores hacían lo mismo desde todos los rincones del ring.

El show del número principal de la jornada de cierre del primer Primavera Sound en Santiago, desbordó una energía impresionante, con el solista corriendo de un lado a otro, desfigurando su voz y mostrando su cuerpo esculpido por el gimnasio en un escenario que, en su soledad, parecía quedarle grande.

Acompañado por un MC, los beats de sus canciones son secos, pero distinguidos. Travis Scott canta con bronca. Traspasa furia. Es una fuerza de la naturaleza que se apoya en la parafernalia profundamente estadounidense para generar mayor adhesión: llamaradas entre cada canción y humo desbordante. Ese tipo de pirotecnia –o, si se quiere, sentido del espectáculo- que tanto agrada en ese país y que deja poco margen a la imaginación.

Con varios temas de su último y celebrado disco, Astroworld (2018) –donde colaboran los Beastie Boys, Björk y Kevin Parker, de Tame Impala, entre otros-, como fuerza centrífuga de su show, y también algún adelanto de su inminente nuevo trabajo –el tema Down in Atlanta, por ejemplo-, el músico pulió un sonido directo y confrontacional, cuyas rítmicas eran una exhibición del pulso de la calle, absolutamente urbano y contemporáneo.

Aunque ahora parece mantener la compostura, para sus fanáticos ese hecho es irrelevante. En el inicio de cada canción se escuchan alaridos y se desborda pasión –de hecho, se prendieron bengalas por largo rato- y cuando llega el remate con clásicos como SICKO MODE, que cambia de ritmos y que suena como un Prince futurista, o la intimista Goosebumps, el público baila y se mueve como poseído. El show de apenas cincuenta minutos terminó con fórceps, intempestivamente, pero sin exigencias de bis. A esa hora, todo el auditorio se había vaciado de música.