A través de Facebook, un músico chileno de larga trayectoria califica como “tortura” escuchar a Soda Stereo. Varios comentarios felicitan el desparpajo, mientras alguien alega que se pasó varios pueblos. Otra réplica argumenta el reciente homenaje de Coldplay en Buenos Aires interpretando De Música ligera como prueba de la trascendencia del trío argentino, por cierto, un upgrade del viejo truco de vestir la camiseta de la selección del país de turno para congraciarse.
Más allá de Soda, el rock latino se instaló en la memoria colectiva convirtiéndose en banda sonora de generaciones extemporáneas al movimiento que, al menos en Chile, duró hasta 1988 cuando dejó de ser negocio, haciendo suya una música con otros códigos y mensajes crípticos sobre sexo, alineación televisiva, y el apocalipsis nuclear.
Es habitual que adolescentes y veinteañeros disfruten las canciones de esa época más allá del ambiente casero. Distinto en los 80, cuando a pesar de la existencia de espacios radiales dedicados a la Nueva Ola y la presencia constante de algunas de sus estrellas en televisión, era imposible encontrar “taquilla” -venerable término juvenil de aquel entonces-, a Los Ramblers o Luis Dimas. Las canciones entraban por osmosis, pero no existía una identificación con sus estéticas y sonidos previos al reino de la guitarra eléctrica, los sintetizadores y la ambigüedad sexual.
¿Fue acaso una música extraordinaria y de ahí su arraigo y trascendencia? En buena medida, si. La explosión creativa y comercial de la escena argentina a raíz de la prohibición de programar canciones en inglés por la guerra de las Malvinas y sus réplicas en Chile, es indesmentible. Desató una era dorada de pop rock autoral en nuestro idioma capitaneada por Charly García, seguido de Soda, Virus, G.I.T., Los Violadores, Sumo y Fito Páez, entre otros, dotando de banda sonora a Latinoamérica gracias a una conectividad superior a las condiciones de los 60, cuando la mayoría de los países del subcontinente desarrollaba su propia versión de La Nueva Ola a base de covers sin trascender fronteras, excepto México con Enrique Guzmán y Argentina mediante Palito Ortega y Leo Dan, entre varios.
La industria en torno a la nostalgia también es parte de la respuesta. Convocado en 2000 para un programa radial de música ochentera, Rodolfo Roth, conductor de Magnetoscopio Musical de TVN, vaticinaba que el revival duraría unos cuatro años. Se quedó corto. Aquí estamos con los nacidos entre mediados de los 90 y comienzos de este milenio -la Gen Z-, al día con la música urbana por target, y degustando en paralelo el cancionero del rock latino como si fuera suyo. No hace falta que los padres impongan los recuerdos de juventud, para que El Baile de los que sobran o Persiana americana integren sus playlists.
También contribuye a la retromanía la realidad paralela en regiones, donde la programación radial se suele solventar en el pasado, con énfasis en la canción romántica hispanoamericana -la música para encerar- y, por supuesto, los pegajosos hits de los días de los raros peinados nuevos.
Vivir en un estado de permanente nostalgia arroja costos eventuales como desatender novedades y descalificar el presente. ¿Nos hemos farreado artistas argentinos por seguir pegados con Soda Stereo? Probablemente no. Con la excepción de Babasónicos y Andrés Calamaro, la escena trasandina post rock latino se ha mirado el ombligo sin mucho aporte y disputas irrelevantes a este lado de la cordillera, como las broncas noventeras entre los fans de Soda y Los Redonditos de Ricota, replicando las peleas entre Blur y Oasis. Enternecedor.