Columna de Marcelo Contreras: Fuiste mía

Bad Bunny

Lo llamativo del urbano no es solo su minimalismo musical, cuya arquitectura ha eliminado los puentes y cualquier clase de adorno instrumental, con un esqueleto reducido a una voz procesada de escaso dibujo melódico, sino su desinterés por reflejar otros contornos de la existencia. Su realidad no indaga más allá del VIP de una disco, o la intimidad de un dormitorio.



No deja de ser paradójico que en estos tiempos, donde las reivindicaciones de género se han convertido en una visible, justa y necesaria bandera de lucha para el progreso social, la banda sonora que aporta el pop a través de la música urbana reinante en el mundo latino, sea extraordinariamente misógina. El cancionero del reggaetón y del trap, orgullosos hijos legítimos del hip hop, conlleva un imaginario donde la mujer suscribe un rol propio de la cultura pornográfica y la cosificación. Cuando surge algún atisbo romántico, suele estar suscrito al lamento del macho desplazado, cuyo único consuelo es suponer que su rúbrica amatoria carnal resulta insuperable, por más que la ex sume nuevas conquistas, o haya encontrado un amor definitivo.

Como suele ocurrir, no es particularmente nuevo en la música popular que la mujer sea considerada como una posesión cuya vida, incluso, depende del varón. “Con toda educación (...) le fajó treinta y cuatro puñaladas”, cantaba el tanguero argentino Edmundo Rivero en Amablemente, donde el personaje masculino cobra revancha ante una infidelidad, solución fatal propuesta también en títulos con Matala. “Bajo mi pulgar, se retuerce la perra (...)”, dice una de las líneas de Under my thumb de The Rolling Stones en Aftermath (1966), el primer gran álbum de los británicos. “Tu experiencia primera, el despertar de tu carne, tu inocencia salvaje, me la he bebido yo”, se jactaba un apesadumbrado Julio Iglesias en Lo mejor de tu vida, el último gran hit del astro hispano.

La pregunta es (y para la cual este texto no pretende respuesta por cierto), si la música pop con este contenido crea una realidad perpetuadora del machismo. En un ámbito parecido, profesionales de la salud mental promovieron intentos de censura en el Chile de los 80 en contra de los dibujos animados japoneses, por supuestamente incitar a la violencia entre menores de edad. En julio, parlamentarios de Renovación Nacional ingresaron un proyecto para prohibir en establecimientos edicacionales canciones sobre armas y consumo de drogas.

A pesar de las creencias de expertos y legisladores ansiosos de notoriedad, el público es mucho menos literal. La fantasía se separa de la realidad, o sus efectos son efervescentes y efímeros, finalmente irrelevantes frente a la matriz educativa y moral que, en primera instancia, debe provenir del hogar. Los adolescentes de la Generación X solían sentirse malvados por unos días tras ver La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick (1971), censurada en varios países por décadas. En Inglaterra, al menos tres casos de asesinato y violación fueron ligados al filme, sin más sustento que el prejuicio. “El arte consiste en remodelar la vida, pero no la crea ni la causa”, se defendió el extraordinario realizador. “(...) atribuir a una película poderosas cualidades sugestivas es contrario a la opinión científicamente aceptada de que, incluso después de una hipnosis profunda en estado post hipnótico, no se puede obligar a las personas a hacer cosas que son contrarias a su naturaleza”.

Lo llamativo del urbano no es solo su minimalismo musical, cuya arquitectura ha eliminado los puentes y cualquier clase de adorno instrumental, con un esqueleto reducido a una voz procesada de escaso dibujo melódico, sino su desinterés por reflejar otros contornos de la existencia. Su realidad no indaga más allá del VIP de una disco, o la intimidad de un dormitorio. Cuanto sucede afuera, incluyendo los nuevos vientos sociales de un subcontinente con tantas complejidades y luchas pendientes como Latinoamérica, poco y nada importa.